Aniversario del poder talibán (I): Afganistán, 40 años en guerra
Madrid. En agosto de 2021, las tropas estadounidenses estaban a punto de acabar su retirada definitiva del conflicto más largo de su historia, la guerra de Afganistán. En el lejano 2001, la Administración de George W. Bush, el entonces inquilino republicano de la Casa Blanca, tomó la decisión de invadir la montañosa nación centroasiática. 20 años después, el demócrata Joe Biden se ocupó de acabar este longevo y costoso conflicto de una vez por todas. Lo que no se esperaba es que su gran némesis, la organización militar islamista Talibán («los estudiantes», en pastún) reaccionase tan rápido, tomando la mayoría de las principales ciudades en tan solo varios días. El 15 de agosto cayó Kabul, la capital afgana, marcando la victoria definitiva de los enemigos de Washington. Un año ha pasado desde esos históricos acontecimientos. ¿Cómo ha cambiado Afganistán?
Desde 1979, cuando Afganistán fue invadido por la Unión Soviética, el país no consiguió salir de su estado de constante conflicto, pobreza y anarquía. Primero se enfrentaron el gobierno comunista de Kabul apoyado por Moscú y los llamados muyahidín («combatiente de la yihad», en árabe), que pretendían liberar el país de los invasores extranjeros. Después, cuando los soviéticos se retiraron 10 años después, en 1989, Afganistán se sumió en guerras intestinas entre diversos señores de la guerra que disputaron el poder en el recién liberado país tras derrocar al peón comunista Najibulá en 1992.
La continua guerra destruyó ciudades enteras, arrasó provincias y dejó a miles de jóvenes huérfanos. Muchos estuvieron obligados a huir lejos del conflicto: la mayoría al vecino meridional, Pakistán. Allí los niños pastunes (la etnia mayoritaria en Afganistán) fueron educados en colegios musulmanes (o madrasas), donde estudiaban el libro sagrado y aprendían la sharía, la ley islámica. Muchas de ellas estaban dominadas por islamistas, inspirados por las enseñanzas radicales wahabís y deobandi. Así surgieron los «estudiantes», que en 1994, dos años después de que los muyahidines tomasen Kabul, entrarían en la anárquica contienda por el poder.
Todo comenzó en el sur afgano, en Kandahar, la segunda ciudad más grande del país. La población, en su mayoría pastún y conservadora, recibió a los talibanes con alivio, ya que traían la esperanza de estabilidad. En solo dos años, ante la sorpresa de todo el mundo, la aún joven organización de estudiantes de madrasas consiguió machacar a los jefes de la guerra que se les opusieron y tomar Kabul, echando de allí al Burhanuddin Rabbani (presidente afgano reconocido mundialmente) y a su intrépido comandante tayiko Ahmad Shah Massoud, también conocido como «el león de Panjshir«.
Sin embargo, su posición era difícil. El país históricamente fue un cruce de caminos entre diversas civilizaciones. Persas, griegos, chinos, árabes e incluso mongoles, todos ellos dejaron su rastro en Afganistán. Por eso los afganos pueden presumir de una amplia variedad étnica: los pastunes son el grupo mayoritario, con un 42 % de la población; son seguidos por los tayikos, que forman el 27 %; después los hazaras y los uzbekos con 9 %. Además, alrededor del 10 % de la población es chiita, mientras que los talibanes, al igual que la mayoría de la población, siguen la tradición suní. Eso significaba que los nuevos hombres fuertes de Kabul debían mantener todas esas fuerzas divisoras en regla si pretendían perdurar en el poder.
El dominio talibán acabó en 2001, cuando, tras los ataques terroristas del 11 de septiembre contra las Torres Gemelas en Nueva York, Washington decidió acabar con los fundamentalistas en Afganistán, que cobijaban al líder de Al-Qaeda y organizador de los atentados, Osama bin Laden. Fue esta la primera operación de la «Guerra contra el terrorismo», que se convertiría en la campaña más larga de la historia norteamericana.
Aunque debilitados y posteriormente privados de liderazgo, los talibanes no desaparecieron. Se reorganizaron y continuaron la oposición armada a los invasores occidentales, como hace dos décadas hicieron los muyahidines. La administración de Kabul establecida por Washington no consiguió solucionar la corrupción, la pobreza, los pésimos servicios públicos y, principalmente, no trajo la tan anhelada estabilidad y paz. Eso reforzó el apoyo a los guerrilleros pastunes, que a pesar de su radical ideología recibían apoyo en muchas regiones del país.
Ahora, Afganistán ya lleva un año en manos de los talibanes. Cuando estos se hicieron con el mando, la capital quedó envuelta en el pánico colectivo. La gente temía a «los estudiantes», sus draconianos métodos de mantener el orden y la brutalidad con la que castigaban a sus enemigos. Muchos kabulíes huían de la pobreza, de la guerra y de la dictadura ultraconservadora, que según ellos traían los talibanes. En realidad, tenían motivos para preocuparse.