La deflación ahoga la recuperación de la economía china y amenaza al crecimiento global

Mercado en Pekín, China. | Anagoria, Wikimedia
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Madrid. Ocho meses después de que el presidente chino, Xi Jinping, relajara las duras restricciones impuestas durante la pandemia, los resultados en la segunda mayor economía del mundo no están siendo los esperados, tal y como denotan los datos recientes del IPC de julio, que constataron la entrada en un periodo de deflación.

El año 2023 estaba llamado a ser el de la gran recuperación de China tras los confinamientos masivos que paralizaron partes de la economía del gigante asiático durante la implacable lucha del Gobierno chino contra el coronavirus, pero después de un inicio de curso prometedor -el PMI manufacturero volvió en enero al territorio de expansión al situarse en 50,1 desde 47 en diciembre-, la actividad se ha estancado. Parece que sufre una suerte de Covid persistente con efectos duraderos, como si las cuarentenas y los test generalizados que se decretaron para el conjunto de la población hubieran dejado una huella psicológica indeleble en el apetito por el consumo.

Un síntoma evidente de ello es la deflación, esto es, la caída general y continuada de los precios, que atestigua una demanda débil. Es un reflejo de la falta de confianza en el futuro que tiene el ciudadano de a pie, que prefiere postergar sus decisiones de compra porque siente que se mueve en un mundo precario o, incluso, de pobreza. Y lo mismo pasa con las empresas, que en un entorno así prefieren retrasar sus inversiones. Naturalmente, esa percepción anula cualquier tipo de dinamismo en el crecimiento y, en consecuencia, la recuperación se ha resquebrajado.

La economía china apenas creció un 0,8 % entre el primero y el segundo trimestre, mientras que las exportaciones se desplomaron en julio un 14,5 % interanual, su mayor retroceso desde el comienzo de la pandemia. Por su parte, las importaciones bajaron un 12,4 % interanual, la mayor caída desde enero.

Sin duda, es un escenario imprevisto, ya que mientras que en la mayoría de los países desarrollados se produjo un auge del gasto de los consumidores cuando acabaron las restricciones por el Covid -lo que puso en apuros a muchas empresas para poder satisfacer la explosiva demanda que había estado reprimida durante los confinamientos-, en China no se ha dado esa reacción y los precios han tenido un comportamiento más moderado, pese a que en el país se implantaron las medidas más draconianas del planeta durante la pandemia. En otras palabras, la inflación no ha sido un problema para los mandatarios chinos, pero sí empieza a serlo la deflación, que amenaza con instaurar un largo periodo de anémico crecimiento.

De acuerdo con el Índice de Precios de Consumo de China, los precios se redujeron en julio un 0,3 %, la primera bajada interanual que registra el país desde 2021. Esto es resultado de un abaratamiento de los precios de los alimentos, que disminuyeron un 1,7 % -los de la carne de cerdo, un producto básico en la gastronomía china, descendieron nada menos que un 26 %-. Por su parte, los precios de producción se han contraído por décimo mes consecutivo, con un retroceso del 4,4 % en julio.

Estos desalentadores datos llegan, además, en un momento de alto desempleo juvenil en China, donde una de cada cinco personas entre 16 y 24 años no es capaz de encontrar trabajo. Y a ello se une el quinario por el que está pasando el mercado inmobiliario, donde los precios no dejan de caer. Según el Beike Research Institute, el precio de la vivienda de segunda mano en 100 ciudades a lo largo y ancho de la geografía china ha bajado una media del 14 % desde el máximo de agosto de 2021, mientras que los alquileres han descendido un 5 %.

Para entenderlo todo con mayor claridad: China se enfrenta a un gran riesgo, ya que la deflación podría generar un círculo vicioso de menor gasto e inversión, menor crecimiento y mayor desempleo. Si en el país cobra fuerza la creencia de que los precios van a seguir en picado, los consumidores retrasarán sus compras con la expectativa de que podrán encontrar los productos más baratos más adelante, lo que, a su vez, obligará a las empresas a bajar los precios de sus productos para dar salida a su stock. Eso significará una merma en sus beneficios y, como resultado, una reducción de costes, ya sea en forma de recortes de salarios de sus empleados o de plantilla.

La deflación es, además, un problema particularmente grave en países con una carga de deuda elevada, como es el caso de China, ya que dificulta el pago de créditos, dado que las familias tendrán que trabajar mucho más para amortizar sus deudas ante la caída de sus ingresos.

Los analistas advierten de que esta situación incrementa la presión sobre el Gobierno para que resucite la demanda, por lo que consideran que Pekín debe desplegar planes de estímulos más contundentes para restablecer la confianza y espolear el gasto de los consumidores con el fin último de relanzar el crecimiento. Hasta ahora, las medidas aplicadas para conseguirlo desde la reapertura del país han sido bajar los tipos de interés y ofrecer incentivos fiscales a las empresas, pero no se ha anunciado un plan de estímulos ambicioso. El propio politburó del Partido Comunista ha reconocido recientemente que el progreso de la recuperación está siendo «tortuoso», pero tampoco hay señales de una actuación más decidida.

En los periodos deflacionarios más recientes que ha vivido el país, como los de 2009, 2015 y 2020, el Gobierno chino respondió con vigorosas políticas de relajación monetaria y abundantes estímulos fiscales. En esta ocasión, y a pesar de que ha prometido acelerar la inversión en infraestructuras y aumentar el apoyo al maltrecho mercado inmobiliario, los economistas no esperan una agresiva cascada de estímulos por parte del Gobierno, ya que su política económica actual se centra en buscar nuevos motores de crecimiento. Por tanto, se prevén medidas más similares a las que se tomaron en el episodio de deflación de 1998, cuando se recapitalizaron bancos y se redujo el tamaño del sector estatal justo antes de que China se incorporara a la Organización Mundial del Comercio (OMC).

Ante esa perspectiva, los economistas están revisando a la baja sus expectativas de crecimiento del Producto Interior Bruto para este año a un nivel cercano al objetivo oficial del Gobierno del 5 %. Algunos de ellos incluso creen que esa meta podría no alcanzarse debido al declive más rápido del esperado de las exportaciones y al deterioro del mercado inmobiliario.

Se empieza a hablar incluso de que China podría estar al borde de un periodo de estancamiento prolongado como el de «las décadas perdidas» de Japón, cuando los precios y los salarios se congelaron para toda una generación, y se especula con que las presiones deflacionarias en el gigante asiático podrían contagiarse más allá de sus fronteras, incluso llegar a la primera economía del mundo, Estados Unidos, que importa muchos productos chinos. A medida que las exportaciones se vuelven más baratas debido a la deflación, otras economías podrían afrontar una competencia más intensa, lo que las forzaría a rebajar sus propios precios o, de lo contrario, perderían cuota de mercado. Por otra parte, una desaceleración económica en China pesará en la demanda de materias primas, lo que implicaría un descenso del precio de las mismas.

De hecho, según las conclusiones del Banco Central Europeo tras mantener contacto con numerosas empresas de la eurozona, las compañías están preocupadas por la recuperación más lenta de la economía china, por lo que esto pueda suponer para sus exportaciones, y no descartan una recesión a finales de este año o en 2024.

Eso sí, por ver el lado positivo de todo esto, la deflación en China debería ayudar a los grandes bancos centrales a controlar la inflación en Estados Unidos y Europa, su talón de Aquiles en los últimos años. En suma, las gallinas que entran en el corral por las que salen.

Santiago Castillo

Periodista, escritor, director de AsiaNortheast.com y experto en la zona

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