Tokio 2020 (I): Una aspiración humana
Madrid. Yoshinori Sakai introdujo la llama olímpica en el Estadio Nacional de Tokio el 10 de octubre de 1964. Tenía dieciocho años. El 6 de agosto de 1945, cuando el Enola Gay estadounidense dejó la Little Boy sobre Hiroshima, su madre dio a luz en Miyoshi, una aldea situada a 80 kilómetros de la ciudad golpeada esa mañana, a las ocho y cuarto, por la bomba atómica. Tokio acogía entonces la primera edición en Asia de los Juegos Olímpicos de verano, y repetirá en 2020 una cita deportiva que ha pasado por Seúl, en el 88, y Pekín, en 2008.
Japón había renunciado a los Juegos del 40, que no se llevaron a cabo por el estallido de la guerra mundial en Europa. Tampoco en Helsinki, la capital de Finlandia, que había tomado el relevo.
El emperador Hirohito priorizó el anhelo expansionista nipón. Derrotado, el 15 de agosto, seis días después de que otro bombardero, el B-29 Bockscar, haya dejado caer la segunda bomba atómica, Fat Man, sobre Nagasaki, Hirohito anunció a través de la radio la “medida extraordinaria” que significaba la rendición: “El enemigo ha empezado a utilizar una nueva bomba más cruel, cuyo poder de causar daños es incalculable, y ha cobrado el precio de muchas vidas inocentes. Si continuamos luchando, no solo resultaría la destrucción de la nación japonesa, sino que también conduciría a la extinción total de la civilización humana”.
John Hersey relata en Hiroshima la experiencia de seis afectados -los denominados hibakushas– que lograron sobrevivir a la bomba atómica que arrasó Hiroshima. Uno de ellos, Hatsuyo Nakamura, Nakamura-san, la señora Nakamura, “viuda de un sastre, [que, en el momento de la explosión] estaba de pie junto a la ventana de su cocina observando a un vecino derribar su casa porque obstruía el carril cortafuego”, asume indiferente la noticia del fin de la guerra al encontrarse en un tren con su hermana: “Ah, en ese caso…”.
La crónica de Hersey trasciende la justificación del lanzador y la repulsa del golpeado, y da voz a los habitantes de Hiroshima, donde la similitud de un hongo nuclear visto desde arriba se cobró abajo la vida de en torno a 100.000 personas, en su mayoría por quemaduras o aplastadas por el azar de los materiales despedazados de los edificios que caían o volaban hacia uno u otro lado.
Manuel Chaves Nogales, con motivo de su exilio -moralmente forzado- a un arrabal de París, inmersa España en guerra civil, había escrito en A sangre y fuego: “La capacidad de emoción, limitada, exige también economías. En la guerra no se administra el sentimiento con la misma largueza que en la paz”. Chaves Nogales resaltó a la par la indefensión de las víctimas y la crueldad de los verdugos. Las bombas llovidas sobre Madrid, sobre las ciudades y puntos estratégicos del territorio español, “pompitas de jabón que en un instante rayan el cielo azul de arriba abajo. Vibra al sentirse herido el gran diapasón del espacio y, luego, si se está cerca se sufre en las entrañas un tirón de descuaje como si le rebanasen a uno por dentro y le quisieren volcar fuego”, hicieron de España un laboratorio bélico que Japón iba después a sufrir.
La distancia que separa Hiroshima de la aldea Miyoshi evitaron la exposición de Sakai y su madre a las consecuencias inmediatas de la explosión.
Kaneto Shindo narra en el filme ‘Los niños de Hiroshima’ la visita de una joven profesora a la ciudad arrollada, que tiene que abandonar por la muerte de sus padres. Desde una isla alejada, acogida en la casa de sus tíos, Ishikawa-san, la señorita Ishikawa llega a Hiroshima en un ferry que penetra lentamente en la ciudad. “Los niños de aquel día han crecido. Y la ciudad destruida ha sido reconstruida”, dice la voz de fondo, fuera de plano, de Ishikawa. Shindo utiliza la técnica del flashback -vuelta al pasado desde el presente- para reconstruir la memoria de la joven. Las viviendas de madera han sido de nuevo levantadas. Pero el esqueleto de la Cúpula Genbaku, en las ruinas del Salón de promoción industrial, y los solares ocupados por los escombros o las tumbas improvisadas de los supervivientes a sus fallecidos resaltan la resignación que atraviesa Hiroshima mirando hacia delante sin olvidar el rastro de atrás.
Sakai cogió el testigo de la antorcha olímpica en las inmediaciones del Estadio Nacional. Accedió por la entrada norte y rodeó por la calle 5 de la pista de atletismo a los atletas de los 93 países participantes -de Afganistán a Yugoslavia-, colocados en el centro del estadio tras el desfile de la ceremonia de apertura. Entre ellos figuraban EEUU, la Unión Soviética, Gran Bretaña y Francia, los únicos en posesión hasta esa fecha del arma nuclear. China se unió al grupo el 16 de octubre, durante los Juegos.
Kon Ichikawa prologa su documental ‘Las olimpiadas de Tokio’ con una sentencia: “Los Juegos Olímpicos son un símbolo de la aspiración humana”.
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