La ONU acusa a Birmania de ejecutar una limpieza étnica sobre los rohingya
Madrid. El Ejército de Salvación Arakan Rohingya (ARSA, por sus siglas en inglés) comunicó recientemente su intención de cesar temporalmente las hostilidades, después de que dicha milicia asaltara en agosto una treintena de controles policiales, puestos fronterizos y militares en el estado de Rajine, al noroeste del país, luego de las duras represiones institucionales hacia el colectivo rohingya, de creencias musulmanas, prolongadas por más de seis décadas en un Estado mayoritariamente budista.
Cerca de 370.000 rohingyas (un 31 por ciento de este grupo étnico en Birmania -actual Myanmar-) han escapado hacia Bangladesh en busca de asilo humanitario, según la Agencia de la ONU para los Refugiados. Por su parte, los enfrentamientos entre las fuerzas estatales y los rebeldes habrían dejado 414 muertos en los distritos de Maungdaw, Buthidaung y Rathedaung, cifra que se estima ronda realmente el millar de víctimas, como reflejan varios medios internacionales.
Distintos actores internacionales encabezados por la ONU han criticado severamente la actuación desempeñada por el Gobierno, acusándolo de querer ejecutar una “limpieza étnica” mediante el asesinato y las políticas de “tierra quemada” para evitar el regreso de este grupo minoritario. Así lo ha expresado la Comisión Islámica de España, que hace un llamamiento a las instituciones para que presten apoyo a un grupo que está recibiendo un “trato inhumano”.
El poder gubernamental se defiende enmarcando sus actos en políticas de “legítima violencia contra los terroristas”, además de atribuir la quema de decenas de casas y aldeas a los desplazados antes de su marcha, algo ya desmentido por la ONG Human Rights Watch y por los propios exiliados que llegan a territorio colindante.
El Gobierno de facto de Aung San Suu Kyi, ministra de Asuntos Exteriores, que fue rechazada para el cargo de presidenta por una Constitución que prohíbe tener descendencia extranjera al líder del país, tildó de “cómplices terroristas” a los distintos organismos que cooperaban y suministraban víveres, como la propia ONU, de acuerdo al Programa Mundial de Alimentos en Rajine, provocando que todas las organizaciones suspendiesen sus labores de ayuda, excepto Cruz Roja.
Para los birmanos budistas, la minoría rohingya, procedente en su origen de Bangladesh, es considerada inmigración ilegal, a pesar de haber convivido con ellos durante generaciones. Sus condiciones de vida dejan mucho que desear, enmarcadas en muchos casos en campos de refugiados, con limitaciones de movimiento, restricciones reproductivas, algunos carecen de documentación, la ley de Ciudadanía de 1982 les priva de nacionalidad y ni siquiera pudieron participar en las elecciones de 2015, cuando esperaban la mejora de sus condiciones con la victoria de la Liga Nacional para la Democracia.
La masiva llegada de rohingyas a Bangladesh ha llevado al rápido agotamiento de los limitados puntos de acogida, haciendo necesaria la improvisación de albergues a lo largo de la carretera y en las regiones de Ukhiya y Teknaf. El ministro de Asuntos Exteriores bangladesí, Mahmood Ali, ha pedido soluciones para que estos ciudadanos regresen a Birmania (Myanmar) cuanto antes.
La finalidad primordial de la tregua notificada por el ARSA es que los actores humanitarios vuelvan a prestar ayuda a todas las víctimas de la crisis humanitaria, sin tener en cuenta la religión o la etnia. Por ello, también insta al Ejército birmano a detener sus actividades.
“No negociamos con terroristas”, respondió Suu Kyi, cabeza en la sombra del Gobierno birmano, a la tregua unilateral anunciada la pasada semana por la guerrilla del ARSA.
La líder de la Liga Nacional para la Democracia, partido que alcanzó el poder a finales de 2015, ha sido duramente criticada por su pasividad ante la grave crisis humanitaria que está viviendo el territorio birmano. Se le ha recriminado su permisividad a la persecución de la etnia rohingya por parte de las fuerzas militares nacionales, que por decreto constitucional poseen amplias competencias, incluidos el control de los ministerios de Defensa, Interior y Fronteras, además del derecho a veto en el Parlamento.
Suu Kyi, quien fuera premiada con el Nobel de la Paz en 1991 por ser un símbolo de lucha y querer encauzar al régimen birmano -controlado por los militares entre 1962 y 2011- hacia el sistema democrático, se escuda ahora en la “desinformación” de los medios de comunicación y de los actores internacionales respecto a la cuestión.
Uno de esos críticos es Desmond Tutu, arzobispo sudafricano y premio Nobel de la Paz en 1984, que exige a Suu Kyi defender a la minoría musulmana: “Si el precio político a pagar por su ascenso en Birmania ha sido el silencio, el precio es sin duda demasiado alto. Es incongruente para un símbolo de justicia dirigir así un país”, añadiendo su optimismo para que la dirigente vuelva a ejercer la valentía que le ha caracterizado en el pasado y siga la senda de los derechos humanos.
La dirigente rompió su silencio por primera vez en una conversación telefónica con el presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, a quien manifestó su compromiso de defender los derechos humanitarios, sociales y políticos de “todas las personas” del país. También ha sugerido que no se preste atención a las múltiples noticias que circulan por las redes sociales acerca de lo acontecido en el estado de Rakhine, que según ella “carecen de veracidad”.
De momento, miles de personas en todo el mundo están llevando a cabo un proceso para recoger firmas y retirar el Premio Nobel de la Paz a Aung San Suu Kyi, la cual, según distintas personalidades políticas y culturales, se ha convertido en una firme aliada de los dictadores y es ahora parte del problema de los derechos humanos de la actual Myanmar.