El alto porcentaje de suicidios aumenta la preocupación en Corea del Sur, China y Japón

Madrid. Trabajo duro, competitividad y sacrificio son los tres pilares fundamentales para alcanzar el éxito en un país en el que se habla de milagro económico, desarrollo exponencial y hasta de potencia mundial, pero ¿cuál es el precio de todo ello?
Cada año se suicidan, de forma efectiva, alrededor de 800.000 personas, lo que equivale a una muerte cada 40 segundos, según un informe de la Organización Mundial de la Salud (OMC), publicado el 24 de agosto de 2018. Y es que la preocupación que generó este “problema de salud pública” en la comunidad internacional hizo que se añadiese como meta a los Objetivos de Desarrollo Sostenible la reducción, en al menos un 10 por ciento, de la tasa de suicidios.
Países como Corea del Sur, Japón y China lideran el ranking mundial de casos de suicidios, no sin dejar atrás a otros como Taiwán, cuya preocupación, en los últimos años, es de carácter creciente. No obstante, entender estas cifras implica comprender la cultura nacional y, en especial, en el caso chino y surcoreano la influencia del confucianismo es crucial.
El pensador chino Confucio (551 a.C-479 a.C) buscaba trasladar el equilibrio y orden de la naturaleza a las relaciones humanas, en aras de lograr uno de sus célebres términos: la armonía social, siempre respaldada por la obediencia. No cabe duda de que esta idea confuciana de disciplina de trabajo en la que el trabajador antepone los intereses de la empresa a los suyos propios ha sido uno de los principales impulsores del desarrollo económico y empresarial de China y Corea del Sur.
La estratificación de la sociedad según el nivel de notas y no según el apellido familiar hace que los jóvenes estudiantes comiencen, desde edades muy tempranas, a recurrir a tutores privados buscando prepararse para “el examen más importante de sus vidas”, es decir, la prueba de acceso a la universidad.
Medicina o ingeniería son los grados más disputados, al ser las profesiones mejor remuneradas, mientras la entrada a las universidades más prestigiosas del país determina el triunfo social y laboral del estudiante, pero a su vez, hace que las fuertes presiones a que se enfrenta el alumnado, por temor al fracaso, empujen a muchos de ellos al suicidio.
De hecho, esta es la principal causa de mortalidad entre los jóvenes surcoreanos de entre 10 y 30 años de edad y los japoneses de entre 15 y 19 años (que en 2017, pese a que el porcentaje general de suicidios había disminuido, registró entre los más jóvenes su cifra más alta desde 1986), cuyos picos más elevados se registran el día que se reanudan las clases: el 1 de septiembre. Del mismo modo que la soledad y el sentirse una carga familiar se constituyen como factores que empujan a la antípoda del sector juvenil, la tercera edad, al suicidio.
No menos importante son los casos de suicidio que se dan, en especial, en China, entre los funcionarios (283 trabajadores públicos entre 2009 y 2017, amén de los que no han trascendido a la opinión pública y los que han sido erróneamente diagnosticados como muertes naturales o accidentes), a propósito de los cuadros de estrés y depresiones que generan las presiones y el control ejercidas por el gobierno, según Zhao Guoqui, consultor del Ministerio de Seguridad Pública.
Asimismo, una cuestión que llama la atención es que un 56 por ciento de las mujeres que se suicidan en el mundo son de nacionalidad china, de las cuales muchas lo hicieron por la depresión que cogieron tras verse obligadas a practicarse un aborto, ya fuera en concepto de aborto selectivo –que son ilegales– o bien al hilo de la política del hijo único (entrada en vigor en 1979, con objeto de controlar las galopantes tasas de natalidad y abolida en 2016 ante la amenaza que representaba la incipiente población envejecida).
Cabe destacar que, a diferencia de la concepción que se tiene en Occidente del suicidio, en el caso chino, surcoreano y japonés, ya desde la época feudal se veía como un acto purificador (personal y familiar) y hasta heroico. Así pues, muchas mujeres en china, como seña de lealtad hacia sus difuntos esposos decidían quitarse la vida tras su fallecimiento; amén de los “suicidios honorables” nipones, desde el seppuku (vulgarmente conocido como harakiri) de los samuráis, hasta los kamikazes que estrellaban sus aviones contra el objetivo enemigo durante la Segunda Guerra Mundial.
En definitiva, son sendos los casos de personas que deciden ahorcarse en uno de los árboles del Bosque Aokigahara (popularmente conocido como Mar de Árboles), arrojarse al Volcán Mihara, como hizo en el año 1933 la estudiante Kiyoko Matsumoto por un “amor imposible”, saltar al vacío desde los Acantilados de Tojinbo (todos ellos en Japón) o desde el Puente Mapo (Corea del Sur).
Ahora bien, de nada sirve que las autoridades diseñen drones, implanten vigilancia permanente en las aguas del río Han (Seúl) o construyan muros y vallas si no logran, primero romper con el tabú que representan desórdenes mentales como la depresión, creando conciencia social y ofreciendo ayuda profesional a quienes lo necesiten y, segundo, replantearse si merece realmente la pena sacrificar decenas de miles de vidas para ocupar los primeros puestos como nuevas potencias económicas.
En suma, ciertamente todos queremos alcanzar el éxito y hacerlo es, indudablemente, harto gratificante, pero ¿cuál es el precio del mismo? ¿Acaso no es una sola vida perdida razón suficiente para cambiar de táctica en su carrera hacia el triunfo? Quizás sea esta la pregunta que deban hacerse los principales líderes políticos en lugar de seguir dejando que sus ciudadanos se planteen constantemente si merece la pena vivir.