Rusia: de Gorbachov a Putin

Mijaíl Gorbachov y Vladimir Putin, en el año 2000. | Kremlin, Wikimedia
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Madrid. Para decenas de millones de personas la desaparición de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas fue una verdadera catástrofe. Era una humillación nacional, exacerbada por la precaria situación económica. Entre ellos se encontraba Vladímir Putin, el actual presidente ruso y entonces un gris oficial del KGB. El régimen de Borís Yeltsin que sustituyó a los comunistas no consiguió instaurar una democracia sólida, deshacerse de la corrupción y crear un Estado eficiente. Los años 90 se convirtieron en una de las épocas más oscuras en la memoria popular. La URSS, con todos sus problemas y defectos, era recordada ahora como un paraíso, especialmente contrastando con la incertidumbre actual.

Mientras tanto, en la política internacional Washington se convirtió en el indiscutible gendarme universal. La administración del demócrata Bill Clinton creyó a pies juntillas en la misión mesiánica de los Estados Unidos de promover la libertad y la democracia por todo el mundo sea cual sea el precio. Francis Fukuyama vaticinaba el «Fin de la historia», la aparición de un nuevo mundo sin antagonismos ideológicos. La Casa Blanca derrocó a Manuel Antonio Noriega en Panamá (1989); intervino en Irak («Operación Tormenta del Desierto» en 1990) y Somalia («Operación Restaurar la Esperanza» en 1992), y bombardeó Yugoslavia en 1999. Moscú nunca fue consultado, contribuyendo así al crecimiento de la semilla de resentimiento tanto en la población como entre la élite política más conservadora.

Aunque las administraciones de George W. Bush y de Clinton enviaron ayuda humanitaria a las antiguas repúblicas soviéticas durante la operación «Dar Esperanza», esta no alcanzó su destino en su mayoría. En vez de ser repartida entre los más necesitados, era vendida por especuladores que se aprovechaban de la población. Por ese motivo pocos rusos se acuerdan de estos hechos. A los EEUU los asocian con la caída de la URSS, con la miseria de los 90 y con la pérdida de Rusia de su posición de liderazgo en el mundo.

Cuando Putin sustituyó a Yeltsin en el 2000, el país vivió un resurgimiento del nacionalismo ruso. El nuevo líder se presentó como un político de mano dura que acabaría con los conflictos internos (la guerra de Chechenia) y no se arrodillaría ante Occidente. Aun así, el Kremlin seguía manteniendo una relación bastante cordial con la Casa Blanca. Rusia reactivó su política internacional. Durante sus dos primeros mandatos aumentó el comercio con la Unión Europea, profundizando así la dependencia de los países europeos de los carburantes rusos. Además, Putin mejoró las relaciones con China, además de renovar las viejas amistades en Cuba y entablando nuevas como en Venezuela.

En cuanto a su patio trasero, Moscú empezó a participar cada vez más en la vida política de sus vecinos. En 2008, cuando Georgia intentó recuperar el control sobre la separatista Osetia del Sur, Rusia intervino en defensa de los osetas. Además, tropas pacificadoras rusas seguían estacionadas en la región separatista moldava de Transnistria, otro conflicto congelado.

En 2012 Putin volvió a la presidencia tras cuatro años como primer ministro, algo que el último dirigente de la URSS, Mijaíl Gorbachov, fallecido a los 91 años el pasado 30 de agosto, desaconsejó. Como dijo el expresidente soviético durante las protestas masivas de 2011 contra los resultados de las elecciones parlamentarias: «Debería limitarse a sus tres mandatos: dos como presidente y uno como primer ministro». «Así defenderá todo lo bueno que hizo», aseguró.

La década que siguió vio el estallido de la guerra del Donbás; la anexión de Crimea; la segunda guerra de Nagorno-Karabaj y, desde el 24 de febrero de este año, la guerra en Ucrania. Gorbachov abrió a Rusia al mundo y entregó la libertad a su población. Pero como él mismo dijo en su discurso de despedida en 1991, Rusia no supo aprovechar esa libertad. El resentimiento y la desesperación prevalecieron. «Gorbi», como es conocido en Occidente, se fue mientras desaparece su legado y una nueva cortina de acero vuelve a dividir Europa.

Iván Ortega Egórov

Estudiante de Economía y Estudios Internacionales de la Universidad Carlos III de Madrid

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