Gorbachov y el fin de la URSS: el nuevo pensamiento político

Mijaíl Gorbachov, en 2008. | European Parliament/Pietro Naj-Oleari
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Madrid. El 30 de agosto falleció, a los 91 años y tras una larga enfermedad, Mijaíl Gorbachov, último dirigente de la Unión Soviética. Gorbachov «tuvo una gran influencia en la historia mundial», aseguró en su telegrama de pésame el actual jefe del Kremlin, Vladimir Putin, quien no precisó si ese impacto había sido positivo o negativo. «Dirigió nuestro país (…) en una época llena de desafíos económico y sociales», puntualizó, sin tampoco poner una nota alta o baja a la Perestroika.

Gorbachov es un personaje controvertido. La mayoría de los líderes europeos lo valoran como un reformista que acabó de una vez por todas con la Guerra Fría y la división de Europa. Otros creen que sus reformas eran demasiado lentas o, más allá, lo consideran un traidor que no hizo más que destruir el estado soviético. Pero en lo que tanto sus oponentes como sus partidarios están de acuerdo es en su papel crucial en la historia, especialmente en la política internacional.

Mientras Putin poco a poco reconstruye el telón de acero, reforzado por la invasión de Ucrania, Gorbachov pretendía sacar a la Unión Soviética de su aislamiento y acabar con la rivalidad entre Este y Oeste.

En los años 80 la Guerra Fría ya duraba más de tres décadas, dejando a Moscú cada vez más exhausto. La industria soviética ya no podía mantener el desarrollo económico de los planes quinquenales de los 30 y la posguerra. El país se volvía cada vez más dependiente de la venta de carburantes (la llamada «aguja petrolera» ocupaba un papel importante en la economía del Estado comunista) y otras materias primas.

Mientras el Estado se gastaba una porción significativa en el esfuerzo militar en Afganistán y la carrera armamentística con Estados Unidos, las tiendas estaban vacías y la gente se veía obligada a esperar en largas colas a los productos más básicos. La administración y la burocracia estatal se tornó ineficiente debido a la corrupción, la ausencia de transparencia y la falta de alternancia en el poder.

Además, después de un «deshielo» entre el Kremlin y la Casa Blanca en los años 70, marcado por los acuerdos SALT (que pretendían poner fin a la carrera armamentística), las relaciones bilaterales se vinieron abajo de nuevo, después de que el politburó decidiese intervenir en Afganistán. Los Juegos Olímpicos de Moscú de 1980 fueron boicoteados por 65 países en represalia por la invasión. La Guerra Fría seguía su rumbo .

Leonid Brézhnev murió en 1982 y fue sustituido por el jefe del KGB Yuri Andrópov. Este entendía perfectamente la precaria situación en la que se encontraba la Unión Soviética. Veía que la carrera armamentística estrangulaba la economía nacional. Moscú no podía permitirse mantener el mismo ritmo que Washington. Algo tenía que cambiar. Andrópov tuvo varias iniciativas reformistas, pero no consiguió realizarlas, falleciendo poco más de un año después en febrero de 1984. Otro gerontócrata, Konstantín Chernenko, que ocupó su puesto tras su repentina muerte, tampoco tuvo tiempo de implementar una política coherente debido a la enfermedad.

En 1985 llega Mijaíl Gorbachov, un «joven» burócrata de 54 años. Comparado con los gerontócratas soviéticos, el nuevo secretario general trajo consigo un ánimo de ilusión y renacimiento. Arrancó la Perestroika, siguiendo la estrategia de su antiguo patrón Andrópov. El rejuvenecimiento lo comenzó sustituyendo a Andréi Gromiko como ministro de Exteriores por Mijaíl Shevarnadze, secretario general del Partido Comunista georgiano. Conocido como «Míster Niet» por vetar a menudo las decisiones del Consejo de Seguridad de la ONU, Gromiko llevaba en el puesto casi 30 años, convirtiéndose en uno de los símbolos de la época del anquilosamiento «Zastói» de Brezhnev.  Shevarnadze, por otro lado, era una nueva figura para la política estatal y apoyó con entusiasmo las reformas de Gorbachov.

La Unión Soviética estaba en crisis y no podía seguir compitiendo con EEUU. La economía planificada ya no rendía igual que en los años 30 y 40. El ejemplo de la China de Deng Xiaoping demostraba la necesidad de un nuevo rumbo. El régimen comunista de Pekín consiguió resucitar el anticuado sistema introduciendo elementos de mercado libre tanto en el sector agrario como en el industrial. Andrópov y a continuación Gorbachov entendían que el cambio era fundamental. El país necesitaba inversiones para reconstruir su economía. Por otro lado, se les oponía la facción conservadora del partido, formada por Chernenko, Gromiko y muchos otros.

Poco después de llegar al poder, Gorbachov viajó a Ginebra para reunirse con Ronald Reagan, presidente norteamericano. Era este el primer encuentro entre los líderes de la URSS y los EEUU en los últimos 6 años. Aunque no fue firmado ningún documento importante, Ginebra marcó el comienzo del fin de la Guerra Fría y de la amenaza de un conflicto nuclear. Reagan, que tan solo dos años atrás llamaba a la URSS el «imperio del mal», le estrechaba la mano a su dirigente ante una esperanza opinión pública internacional.

A continuación, siguieron la cumbre en Reikiavik en 1986 y la visita de Gorbachov a Washington en 1987, donde se prohibieron los misiles de corto y largo alcance. En 1988 Reagan devolvió el favor y viajó a Moscú, donde fue recibido en el Kremlin en una atmósfera muy amistosa. En 1989 las tropas soviéticas se retiraron definitivamente de Afganistán. El mismo año cayó el muro de Berlín. Para concertar el nuevo orden mundial, Gorbachov y el nuevo presidente americano George Bush se reunieron en Malta, una cumbre auspiciada por líderes europeos como la primera ministra británica, Margaret Thatcher, y el presidente francés, François Mitterrand.

Pero no todos compartían el entusiasmo general por la Perestroika. Para lograr el acercamiento con Washington, Moscú redujo su apoyo a los miembros del Pacto de Varsovia. El Kremlin, que antes participaba activamente en la política de sus satélites, los dejó esta vez a merced de su pueblo, ansioso de libertad. No podía permitirse seguir manteniendo a todos los regímenes comunistas del mundo a expensas de su propia población. Los líderes comunistas sentían que Gorbachov les había traicionado. Miraban a la Perestroika con recelo, se resistían ante la presión de la URSS y se negaban a adoptar la liberalización económica. Erich Honecker, líder de la República Democrática de Alemania; Nicolae Ceaușescu, presidente rumano, y Wojciech Jaruzelski, líder polaco, se opusieron a las reformas.

Mientras Gorbachov viajaba por el mundo y recaudaba apoyos para su programa, su política interior le proporcionó bastantes enemigos. El nivel de vida no parecía mejorar, mientras que la liberalización política amenazaba con dejar a la «nomenklatura» (así llamaban a la élite administrativa del país) sin sus privilegios. Así surgieron grupos reaccionarios que en 1991 organizarían un golpe de Estado para frenar las reformas de Gorbachov.

Pocos meses después del «putsch», como fue conocido, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas dejó de existir. En un comunicado al pueblo el día de Navidad, Gorbachov anunció la disolución de la URSS como entidad política y su renuncia del puesto de presidente.

Iván Ortega Egórov

Estudiante de Economía y Estudios Internacionales de la Universidad Carlos III de Madrid

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