La evolución de la propaganda rusa (y IV): cómo convertir la guerra en un estilo de vida

Vista del Kremlin, en Moscú. | A.Savin, Wikimedia
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UCRANIA: PRIMER ANIVERSARIO DE LA GUERRA

Madrid. El contraataque de septiembre no fue la única derrota rusa de 2022. Según avanzaba otoño, se empezó a hablar cada vez más de la precaria situación de los soldados rusos en la ciudad de Jersón, la única capital regional que Rusia consiguió conquistar durante la guerra. La ciudad se encontraba al otro lado del río Dniéper que el grueso de las fuerzas rusas, lo que dificultaba considerablemente su defensa. En octubre, Serguéi Surovíkin ocupó el puesto de comandante de la «operación especial», la invasión de Ucrania, que no existía antes de la fecha. Algunos ven en eso el miedo soviético de Putin de permitir que un militar le eclipse. Pero ahora era necesario “tomar decisiones difíciles”, como se expresaban los propagandistas y Surovíkin, el «General Armagedón», famoso por haber apoyado el golpe de estado en 1991 y dirigido las fuerzas rusas en Siria. Y Vladimir Putin no podía permitirse que a él le asocien con tamaño fracaso militar.

En noviembre, como «gesto de buena voluntad», los rusos abandonaron Jersón, que fue consecuentemente ocupado por las tropas ucranianas. «Hay retiradas y avances en todas las guerras», dijo el presentador Vladimir Soloviov. La propaganda tomó una posición de «crítica moderada» al respecto. Una frase que define muy bien esta estrategia la pronunció Andréi Norkin: «Si esperan que les explique a ustedes mi opinión al respecto, no pienso deciros nada. Pero permítanme que me explique. Si apoyo esta decisión y digo que el ministerio de defensa está tomando la decisión correcta al abandonar Jersón, estoy atentando públicamente contra la integridad territorial de Rusia (…) Lo que supone varios años de cárcel. Si no lo apoyo y lo considero un error, estoy criticando públicamente a las fuerzas armadas, más o menos la misma pena en cárcel. Yo no quiero ir a la cárcel».

El contraataque se ralentizó y casi paró por completo ante el invierno que estaba cada vez más cerca. El frente se estabilizó y Putin tornó su atención al interior. En septiembre, junto con la movilización, el ministerio de defensa anunció por primera vez desde finales de marzo las bajas del ejército ruso. 5.937 soldados cayeron en los siete meses de conflicto. No obstante, esto contrastaba con las aproximaciones de la CIA estadounidense de 15.000 muertos o la ‘BBC’, con 6476, tan solo según datos oficiales de funerales y entierros por todo el país. El Kremlin entreabría de nuevo el discurso de las bajas en el conflicto ucraniano, ahora que estas prometían incrementar considerablemente con el envío de las tropas recién movilizadas al campo de batalla. Fue entonces que la propaganda pasó de negar que Rusia estaba perdiendo cientos de soldados por semana, a intentar convencer al público de que sus muertes no fueron en vano.

A finales de noviembre Putin se reunió en el Kremlin con las madres de los soldados caídos. Además de escuchar las historias que tenían para contar, les explicó que decenas miles de rusos morían cada año por alcoholismo, algún accidente de tráfico o suicidio. Pero la guerra cambió esta precaria situación. Ahora los soldados no morían como causa de la baja calidad de vida, la depresión y la miseria general, sino que lo hacían por un bien mayor. En otras palabras, decía que él, Putin, les dio sentido a sus grises vidas y sus prematuras muertes. Los medios oficialistas retomaron esa retórica halagando el sacrificio por el bien de Rusia y criticando el egoísmo e individualismo de muchos rusos, que creció en sus mentes tras años de tranquilidad. La guerra es una forma de mantener la sociedad constantemente alerta, limpiarla, como se expresaba el propio presidente.

Putin no consiguió nada que pueda llamar victoria, pero al mismo tiempo no puede permitirse abandonar el conflicto, ya que eso significaría cavarse su propia tumba. Cuando son tomadas decisiones «difíciles», Putin desaparece del radar público, que es rellenado por los medios oficialistas con chivos expiatorios, sea el comandante Surovíkin, los comisariados militares incapaces de seguir las órdenes del Kremlin o cualquier gobernante local que se pasa con su fanatismo. Al mismo tiempo, Moscú sigue sin definir los objetivos de la guerra como tales, para no poder defenderse en cualquier situación y nunca salir perdiendo. Si uno no tiene objetivo nunca ganará, pero tampoco perderá. Así el Kremlin una vez más se niega a renunciar a la flexibilidad. Las difíciles de pronunciar metas «desnazificación y desmilitarización» fueron completadas con la reciente «desatanización de Ucrania», como apología de la guerra santa contra Occidente, aun así, sigue sin haber una definición tangible de lo que quiere Putin en concreto. Sin objetivos la guerra no puede tener final y se convierte en un estilo de vida, pasa de ser un medio de alcanzar el resultado deseado a ser el fin de sí misma, una recursión similar a la descrita por George Orwell en su novela distópica ‘1984’.

Según se acercaba el aniversario de la guerra, la propaganda empezó a preguntarse: ¿realmente es necesario un objetivo? Y algunos incluso descifraron correctamente la lógica detrás de esta eclíptica ausencia de meta definida: sin objetivo el sistema es flexible. El discurso de Putin a la Asamblea Federal (el parlamento ruso) lo demostró. El mensaje era simple: la guerra va para largo y la población debería aceptarlo como una nueva realidad. Los medios oficialistas siguieron la línea del presidente, instaurando así la guerra como sinónimo continuo del régimen de Putin. Mientras el exagente del KGB siga en el poder, el conflicto no acabará.

En un año de guerra, la propaganda rusa, la principal arma en manos del Kremlin, evolucionó más que en la última década de Putin en el poder. Desde el 24 de febrero la propaganda mostró su verdadera cara, escondida tras máscaras de aparentes disparates y teorías conspirativas. Muchos analistas del espacio informativo ruso se reían de las falsedades publicados por los medios leales al Kremlin: noticias sobre supuestos laboratorios desarrollando armamento químico en Georgia, teorías pseudohistóricas sobre la historia de Ucrania, la involucración de la CIA en las protestas en Rusia, etc. El que se ríe el último ríe mejor: estos argumentos fueron usados para deshumanizar al pueblo ucraniano, pintándolo como una nación dominada por el nazismo y el satanismo; para explicar la muerte de miles de soldados rusos por tomar ciudades derruidas por los constantes bombardeos; para defender el aislamiento del país y el déficit de productos.

Algunos apuntan a la similitud a la propaganda soviética, pero hay una importante diferencia. Es verdad que los medios oficialistas de la URSS culpaban a EEUU por todos los males, sin embargo, invocaban argumentos racionales y tangibles: el imperialismo de Washington, el capitalismo depredador y la solidaridad con el proletariado mundial. La propaganda rusa se encontró ante la escasez de razonamientos lógicos: las acusaciones de que Ucrania estaba desarrollando armas nucleares y de un alegado ataque planeado por Kiev y la OTAN dejaron de funcionar según avanzaba el conflicto. El Kremlin se vio obligado a recurrir a la argumentación emocional, apelando a lo más íntimo del corazón de los rusos: el resentimiento por la desintegración de la URSS, el miedo de la inestabilidad política de los años 90, la apatía ante las injusticias del gobierno e incluso el escepticismo hacia las autoridades. Rusia atacó a Ucrania porque Rusia tenía que vengarse de la OTAN, porque Rusia tenía que limpiar su propio sistema de las impurezas creadas por años de estabilidad y plenitud, porque Rusia tiene que ser grande de nuevo.

Iván Ortega Egórov

Estudiante de Economía y Estudios Internacionales de la Universidad Carlos III de Madrid

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