La evolución de la propaganda rusa (III): cómo explicar una derrota

Destrozos de la guerra en una calle de Járkov, Ucrania. | mvs.gov.ua, Wikimedia
Comparte esta noticia:
UCRANIA: PRIMER ANIVERSARIO DE LA GUERRA

Madrid. Antes la propaganda rusa tenía que hallar excusas para la ausencia de progreso en la invasión, pero podía presumir por lo menos con la periódica ocupación de poblados a lo largo del frente de la guerra en Ucrania. No obstante, en septiembre todo cambió: la televisión tenía que explicarles a los rusos la mayor derrota del Ejército ruso desde el asedio de Grozni en Navidad de 1994.

La principal tesis consistía en que la retirada de Járkov era una acción estratégica por parte de las Fuerzas Armadas rusas. Según el informe oficial del Ministerio de Defensa ruso, esto era una forma de reducir el frente y «reagrupar las tropas». Aun así, esta lógica no explicaba el equipamiento militar, municiones y armamento dejado atrás para convertirse en trofeo de guerra para los vencedores. Además, el mundo vio las imágenes de la población local celebrando su liberación recibiendo a los soldados ucranianos con flores y la bicolor azul y amarilla que iba en contra de la descripción de los rusos como liberadores en la tierra ucraniana.

Fue en ese momento que la unidad del sistema dio una brecha. Los apologetas más importantes de la guerra en sus misceláneos canales de Telegram empezaron a criticar a las fuerzas armadas rusas y particularmente al ministro de Defensa, Serguéi Shoigú, y el jefe del Estado mayor, Valeri Guerásimov. Algunos denunciaban la falta de munición y la incompetencia logística, otros los acusaban de traición y de intentar sabotear la operación especial. Pero todos estaban de acuerdo en dos cosas: estaban indignados y decepcionados por la derrota y consideraban que el círculo interno de Vladimir Putin no estaba cumpliendo son sus órdenes como es debido. Esta retórica recicla la concepción histórica del gobierno en Rusia: el zar es bueno y los boyardos (miembros del séquito real) son malos.

Fue entonces que el régimen de Putin retomó de nuevo su vieja estrategia de desviar el descontento popular del presidente hacia algún otro chivo expiatorio. Durante las épocas más difíciles de la guerra el líder del país desaparecía del espacio público para no asociarse en la cabeza de la gente con las malas noticias, mientras las discusiones seguían. Divide y vencerás, este fue el lema de los británicos en el Indostán y lo seguía siendo ahora para Putin en su política interior. Así ocurrió durante el coronavirus, cuanto la presidencia le adjudicó las decisiones sobre el confinamiento a los gobiernos locales para evitar ser culpado por los fracasos, así ocurrió en otoño de 2022. La propaganda intentaba tranquilizar a la población, diciendo que todo va según el plan, pero toleraba al mismo tiempo las disputas internas para desviar la culpa.

Sin embargo, la crítica se hacía cada vez más fuerte y la sección más radical del electorado de Putin lo presionaba para que tomase el último paso en el camino de escalación que no suponga el uso de armamento nuclear: la movilización. El 21 de septiembre Putin se dirigió de nuevo a la nación para anunciar la «movilización parcial». Los medios oficialistas se concentraron desde entonces en insistir en el carácter «parcial» del decreto del presidente para tranquilizar a la población.

Este era un momento de ruptura con el pasado para toda la autocracia informativa que Putin llevaba construyendo durante las últimas décadas. El Kremlin pasó de ofrecer bienestar a cambio de apatía política a demandar apoyo activo y sacrificio por «el bien de la patria». Y la propaganda, una vez más, tenía que convencer a los rusos de la necesidad e inevitabilidad de estas medidas. Antes el gobierno apreciaba que la gente viviera su vida y no se involucre, pero ahora exigía lo contrario: morir en una guerra que muchos no llegaban a entender.

Según las autoridades del ministerio de defensa, solo gente con experiencia militar sería llamada a filas. Sin embargo, la desorganización que afectó a la preparación del ejército ruso al comienzo de la guerra contraatacó de nuevo, conllevando la sobrecarga del sistema. Los comisariados militares, cuerpos gubernamentales responsables del reclutamiento, a los que le fue encomendada la dura tarea de la movilización empezaron a alistar sin criterio alguno para rellenar las cuotas que demandaban los jefes. Se hicieron públicos casos de estudiantes, padres de familias numerosas y minusválidos llamados a filas durante el primer mes de movilización. Por las calles de Moscú y otras grandes ciudades rondaban policías revisando los documentos de los transeúntes.

No obstante, estos casos no eran especiales: todo el sistema estaba involucrado en violaciones de las promesas de Putin. El Kremlin tenía que elegir una narrativa y encontrar algún chivo expiatorio dentro del sistema para canalizar el descontento de la población común y los cada vez más populares «Z-canales», grupos de Telegram proguerra independientes, llamados así en Rusia por ser la letra Z junto con la O y la V, las insignias de las tropas invasoras, además de ser el símbolo del apoyo de la guerra. Otra vez el sistema creó la ilusión de una brecha: por un lado, estaban los «héroes del campo de batalla», personajes como el presidente chechén, Ramzán Kadírov, o el oligarca Yevgueni Prigozhin, que frecuentan el frente y lideran a los soldados chechenes y los mercenarios del Grupo Wagner respectivamente; y los burócratas del ministerio de defensa, gente con uniforme militar que se pasan el día delante de coloridos mapas sin haber pisado en su vida la zona de combate. Pero Putin no tiene bando, está en el medio, al margen de cualquier acusación. La propaganda oficial, aunque manteniendo cierta neutralidad, de vez en cuando alimentaba el argumento de «arbitrariedades locales» para echarle la culpa de toda la controversia y los excesos a los funcionarios del ministerio defensa. Esta frase que trae reminiscencias del famoso artículo de Stalin “Mareo por el éxito”, de 1930, que suavizó la colectivización forzada. Además, la televisión alababa los éxitos de los Wagner, dándoles una voz pública.

Aunque desde el comienzo de la guerra ya no había un monopolio de información para el público belicoso, fue en septiembre y en los meses siguientes que la dualidad de la propaganda rusa se hizo sentir. Al igual que en la élite rusa, el espacio público se partió entre Telegram y los corresponsales militares, que al no estar vinculados por obligaciones políticas podían permitirse una considerable libertad de expresión, y la propaganda convencional, liderada por personajes como Margarita Simonián, Vladímir Soloviov y Dmitry Kiseliov. Aun así, esta aparente ruptura, le da al sistema de información ruso una flexibilidad de la que carecen muchas dictaduras. La Rusia de Putin no tiene un Goebbels que esté responsable de que todos los medios de información en el país sigan la misma línea, pero si tiene un montón de príncipes regionales que crean la apariencia de que hay debate. Por un lado, Guerásimov, jefe del Estado Mayor, es alabado por la prensa, mientras por otro lo llaman un traidor y demandan munición para el Grupo Wagner, por uno la retirada de Járkov es una decisión estratégica, por otro es una humillación histórica. Como la hidra, el sistema ruso puede sobrevivir incluso sacrificando una de sus cabezas.

Y, por último, para suavizar la amargura de la derrota, Putin hizo lo que se esperaba desde el inicio del conflicto, algo que el secretario del Consejo de Seguridad ruso, Nikolái Pátrushev, mencionó sin querer cuando el Kremlin reconoció la independencia de las regiones separatistas del este de Ucrania: la anexión de los territorios conquistados. Los líderes de las cuatro repúblicas, formadas en las regiones ocupadas: Donetsk, Luhansk, Jersón y Zaporiyia, viajaron al Kremlin para reunirse con Putin. A continuación, el presidente dio un discurso a la gente reunida en la Plaza Roja. La anexión fue vista desde el principio como un gesto propagandístico, ya que el ejército ruso no controlaba por completo el territorio reclamado. Rusia dejó de tener una frontera definida, ya que el acuerdo firmado con los líderes separatistas no definía los límites de las regiones, no explicaba hasta que momento continuaría la «operación especial». Una vez más, Moscú se negaba a definir el objetivo de la guerra, el punto final para que acabe, algo que todos sentirán en el discurso del presidente en febrero de 2023.

Iván Ortega Egórov

Estudiante de Economía y Estudios Internacionales de la Universidad Carlos III de Madrid

También te podría gustar...

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *