La invasión del crédito chino en los países emergentes pone en alerta a Occidente

| Raysonho @ Open Grid Scheduler / Grid Engine, Wikimedia
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Madrid. Mientras prosigue la dialéctica sobre los globos sonda que sobrevuelan últimamente Estados Unidos (y también China asegura que el año pasado otros artefactos espías estadounidenses similares invadieron su espacio aéreo al menos en 10 ocasiones), quedan momentáneamente empolvados otros asuntos más terrenales. Y la gravedad y trascendencia de estos puede tener consecuencias tectónicas en las sociedades de muchos países subdesarrollados o en vías de desarrollo de los que el gigante asiático se ha erigido en principal acreedor, por delante incluso del Banco Mundial (BM).

En apenas 12 años, China ha triplicado sus préstamos a esas naciones hasta alcanzar la mareante cifra de 170.000 millones de dólares a finales de 2020. Esa actividad crediticia tiene bastante que ver con su ambicioso proyecto de la Nueva Ruta de la Seda, una red de infraestructuras auspiciada por Pekín que discurre por las repúblicas de Asia Central con la que trata de apuntalar su supremacía en la región. Hablamos de un plan estratégico con el que impulsar su crecimiento económico dando salida a sus productos a través de un corredor comercial entre Asia y Europa, garantizando su acceso a los puertos del Índico y también, de paso, buscando modificar paulatinamente el orden mundial liderado por Estados Unidos desde el derrumbe de la extinta Unión Soviética.

De ahí que China tenga una visión más global y también financie a otros países de África (como Yibuti, República Democrática del Congo o Níger) y Latinoamérica (entre los más endeudados, Venezuela, Ecuador y Bolivia), todos ellos con rentas bajas, lo que, en suma, le ha granjeado la fama de mayor prestamista del mundo y no pocas críticas. Se le acusa de utilizar «la diplomacia de la trampa de la deuda», tejiendo relaciones bilaterales con otros países con la supuesta intención negativa de ganar influencia sobre ellos. En otras palabras, si estos no pueden hacer frente a la deuda, le ceden el control de activos clave.

Por poner un ejemplo: Sri Lanka se embarcó hace unos años en un multimillonario proyecto portuario en Hambantota gracias a la inversión china. Finalmente, no pudo ser viable y el país quedó atrapado por una deuda creciente. En 2017, Sri Lanka acordó entregar a la estatal China Merchants una participación mayoritaria del 70 % en el puerto a cambio de su inversión. Es decir, algo similar a lo que le pasó a Alemania hace justamente un siglo cuando Francia ocupó la cuenca del Ruhr -centro alemán de producción de carbón, hierro y acero- al ser incapaz de pagar las reparaciones por los daños causados a la población civil durante la Primera Guerra Mundial.

En un entorno como el actual, en el que los tipos de interés suben, la vulnerabilidad de estos países emergentes con un elevado nivel de apalancamiento puede agudizarse, provocando una ola de incumplimientos en los pagos e, inexorablemente, turbulencias económicas. Nada menos que cerca del 60 % de los créditos externos de China van dirigidos a naciones inmersas en crisis de deuda.

En ese sentido, el Fondo Monetario Internacional (FMI) ya ha advertido de que el 60 % de los países con bajos ingresos afrontan estrés financiero. Sri Lanka ya ha pedido la cancelación de la deuda como último recurso para encarrilar su recuperación, mientras que Pakistán, a quien también China ha prestado dinero, vive una tesitura tremendamente compleja. Sus reservas de divisas apenas son suficientes para seguir importando energía durante unas cuantas semanas, mientras su deuda se sigue disparando.

La conmoción social puede ser mayúscula. Se trata de un país de 220 millones de personas con armas nucleares que ha sufrido recientemente desastrosas inundaciones, al tiempo que naufraga en una crisis económica marcada por una inflación en máximos de varias décadas. Si agregamos al cóctel la amenaza terrorista yihadista, la onda expansiva de un conflicto interno que provoque el caos podría sentirse mucho más allá de sus fronteras.

Este temor parece estar inquietando ya a Estados Unidos. El consejero del Departamento de Estado estadounidense, Derek Chollet, manifestó recientemente durante una visita a Islamabad su desasosiego por la deuda contraída con China por este país, tradicional aliado de Washington. «Hemos sido muy claros sobre nuestra preocupación, no sólo aquí en Pakistán, sino en todo el mundo, por la deuda china», afirmó.

De acuerdo con un informe del FMI, publicado en septiembre de 2022, China y sus bancos poseen cerca del 30 % de la deuda externa total de Pakistán, unos 100.000 millones de dólares.

Por ello, se ha comenzado a instar a China a que tenga la voluntad de alcanzar acuerdos para reestructurar la deuda con el fin de evitar un quebranto con graves repercusiones para estos países. La situación es complicada porque las entidades financieras chinas no quieren incurrir en pérdidas pese a que los préstamos se hagan insostenibles -no hay que olvidar que ya están presionadas por la crisis inmobiliaria de su país-. Sin embargo, China no forma parte del Club de París, un espacio de discusión cuya función es renegociar en forma coordinada las deudas externas de los países deudores con dificultades de pago, y no entiende por qué debe atenerse a sus políticas. Es más, culpa a Occidente de construir un relato que ensucia su imagen.

La respuesta de la comunidad internacional pasa por una acción pública concertada más sólida y vocal para exhortar a China a que tome partido en la solución de este problema. En esa ardua tarea Estados Unidos no puede ser la única punta de lanza y necesita apoyo internacional en medio de las actuales tensiones con China, encarnadas en este espionaje de los globos espía inspirado en el imaginario novelesco de John Le Carré, más propio de la Guerra Fría. Sin duda, ya estamos en otra que cada vez tiene más temperatura.

Santiago Castillo

Periodista, escritor, director de AsiaNortheast.com y experto en la zona

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