La evolución de la propaganda rusa (I): cómo pintar al enemigo

El presidente ruso, Vladimir Putin. | Kremlin.ru, Wikimedia
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UCRANIA: PRIMER ANIVERSARIO DE LA GUERRA

Madrid. El 24 de febrero de 2022 las tropas rusas invadieron Ucrania. Lo que empezó como una marcha victoriosa en los ojos del Kremlin, pronto se convirtió en una masacre sin fin que se prolonga ya más de un año. La propaganda estatal rusa, principal arma en las manos de la llamada «autocracia informativa» de Vladimir Putin, pasó de prometer la toma de Kiev en semanas a hablar de «desatanización» y la guerra santa contra los «neonazis» ucranianos. El sistema evolucionó de una autocracia regida por la apatía del pueblo en una plena dictadura sin libertad de expresión alguna. ¿Cómo pudo ocurrir eso?

Viéndolo desde la perspectiva de hoy, puede parecer obvio que el Kremlin llevaba preparando la invasión del país vecino desde hace años. Los ahorros en la época del coronavirus para amasar los fondos necesarios para sobrevivir la guerra, la construcción del gaseoducto Nord Stream 2 para chantajear a los políticos europeos, el artículo de Putin sobre la historia de Ucrania para argumentar el derecho histórico de Rusia a poseer sus territorios y las prolongadas maniobras militares en la frontera desde noviembre de 2021. En los libros de historia parecerá una secuencia muy lógica y sencilla de descifrar, pero para muchos no lo era en febrero de 2022. Los cambiantes informes de los servicios secretos norteamericanos sobre la fecha del ataque parecían una farsa y una forma de escalar la situación. La propaganda y los funcionarios del Estado ruso se reían abiertamente de estas acusaciones días antes de iniciar la invasión, llamándolas de disparatadas. Los argumentos racionales apuntaban a que Putin no ganaría nada de la guerra: incluso si consiguiese conquistar el país, los expertos apuntaban a que los ucranianos comenzarían una extensa guerra de guerrillas que demandaría la constante presencia de cientos de miles de efectivos rusos en la región. Además, se decía que una guerra de gran escala conllevaría unas sanciones occidentales mucho más fuertes que en 2014, ya que, a diferencia de la anexión de Crimea, esto sería una amenaza a la paz paneuropea que reinaba desde los años 90.

Sin embargo, a pesar de los argumentos racionales, el 24 de febrero Moscú atacó y la maquinaría de medios de información rusa comenzó la mayor campaña de su historia para convencer tanto a los rusos como al mundo de que Rusia estaba en lo cierto y de que Rusia ganará de un día para otro. Los primeros días de la guerra el ambiente en la televisión era apoteósico. En los ‘talkshow’ políticos se habló durante meses de la incompetencia del Ejército ucraniano y de la falta de unidad en sus filas. Observadores tanto prorrégimen como opositores compartían la opinión de que la guerra no debería durar mucho. Al fin y al cabo, el Kremlin gastaba millones de dólares en paradas militares que reforzaban la imagen de la invencibilidad del Ejército ruso. Fue allí donde surgió la frase «tomaremos Kiev en tres días», que se divulgó a ambos lados del espectro político. Se desconoce a ciencia cierta quién pronunció primero estas palabras, pero es bastante probable que fueron altos cargos militares. A pesar de esto, era obvio el ambiente de una victoria cercana que reinaba en los talkshow políticos y los programas de noticias. Expertos y políticos por igual llamaban además otras cifras: una semana, dos semanas, un mes, pero no llegaba a más. La idea consistía en convencer a la población y al mundo de que apoyar a Ucrania militarmente no tenía sentido, ya que el régimen de Kiev caería de un día para otro si Putin quisiese.

Esto el Kremlin lo combinó con la retórica de que Ucrania era un estado títere de Occidente y que Volodimir Zelenski no era más que un drogadicto neonazi. A continuación, el establishment del Kremlin acusaría a Kiev y a Washington de desarrollar armas biológicas y atómicas en territorio ucraniano que tenían como fin destruir Rusia. Las acusaciones llegarían al Consejo de Seguridad, donde el representante permanente de Rusia, Vasili Nebenzia, mostró a los delegados presentes imágenes de instalaciones donde se producía presuntamente el armamento mencionado. Así, Ucrania era la que estaba preparando el ataque en realidad, según los medios oficialistas, por lo que la invasión era una medida preventiva. Se hizo famosa la frase de Aleksandr Lukashenko, presidente de Bielorrusia (país que permitió usar su territorio para la invasión): «Os mostraré en el mapa, desde dónde se estaba preparando el ataque a Bielorrusia». EEUU le prometió a Mijaíl Gorbachov de que la OTAN no se expandiría al Este, pero lo hizo. Putin pondría fin a esta injusticia, mostrando su músculo militar.

En su discurso el 24 de febrero, el presidente Putin se dirigió al pueblo ucraniano, especialmente a sus fuerzas armadas, invitándoles a «tomar el poder en sus manos» y no ofrecer resistencia a las tropas rusas. El principal objetivo del Ejército ruso era la «desmilitarización y denazificación», que se llevaría a cabo derrotando a los batallones ultranacionalistas, como el famoso Azov. La «operación especial», como la denominó el Gobierno ruso, tenía como fin liberar a los ucranianos del yugo occidental represor, que no hizo más que reñir a estos dos pueblos hermanos. Aquí la enemistad con Washington y sus aliados se combina con la tesis de que el Estado ucraniano es un invento de Lenin y nunca debería haber existido. Putin solamente quiere reconstruir la justicia histórica y reunificar el pueblo dividido por las decisiones de los bolcheviques. Eso explica por qué el Kremlin esperaba que sus tropas fuesen recibidas con las manos abiertas como lo fueron hace más de siete décadas los soldados soviéticos en los territorios liberados del dominio de la Alemania nazi. El discurso oficial incluso emulaba el soviético, llamando las ciudades conquistadas «liberadas» y dándoles la bienvenida de vuelta a su patria histórica.

No obstante, después de varias semanas era obvio que los ucranianos no tenían pensado rendirse como esperaba Putin. No consiguieron tomar Kiev y la ciudad ruso hablante más poblada del país, Járkov, resistió el embate del ejército invasor. Ni los rusos a los que el presidente declaró querer defender del alegado genocidio perpetrado por las autoridades ucranianas en su discurso se pasaban al bando del Kremlin. Moscú necesitaba un cambio de retórica para el público interno y rápido. ¿Si no cómo podían explicar que los soldados ucranianos, a los que tenían que tratar como al «hijo pródigo retornando a casa», eran ahora el enemigo?

En ese momento los expertos vaticinaban que la propaganda se volvería cada vez más cruenta y belicosa. La frase que marca esta tendencia la pronunció Margarita Simonián, jefa del medio ‘Russia Today’ (RT): «Lamentable y sorprendentemente para todos nosotros una parte significante del pueblo ucraniano, no todos, claro, y espero que ni la mayoría, quedaron atrapados por la locura colectiva del nazismo». La retórica de la «locura colectiva» alude a la explicación usada en la posguerra para explicar la ascensión del nacionalsocialismo al poder en Alemania. Esto significaba que ahora el espectro de blancos legítimos en la guerra se expandiría considerablemente.

Se intensificaron los bombardeos de instalaciones civiles, que alcanzaron su máximo en octubre, cuando Rusia lanzó decenas de misiles contra la capital ucraniana como represalia por el ataque al puente de Crimea. En los ‘talkshow’ por la televisión muchos celebraban estos ataques, ya que eran una demostración de mano dura y una venganza legítima. “Aún no hemos empezado de verdad”, decía Putin para explicar la ausencia de avances en el frente. Moscú no usaba su potencial máximo para evitar bajas entre sus propios soldados y civiles ucranianos, decían los medios oficialistas. Pero había ciertas «líneas rojas», que, tras ser quebrantadas por las fuerzas ucranianas, eran seguidas por una gran represalia. Cada ataque por el estilo la propaganda lo interpretaba como el comienzo de una nueva fase, una escalada, el momento que Rusia dejó de guerrear a media fuerza. Algunos se permitían incluso declaraciones que en épocas de paz podrían conllevar una pena por incitación al odio étnico.

Como ejemplo, un periodista de la RT, Antón Krasovskiy, dijo en su programa que había que «ahogar» y «quemar a los niños ucranianos» que se opusiesen a la ocupación. Aun así, el Kremlin tenía que mantener su imagen de defensor de los oprimidos, por lo que tras sus radicales declaraciones Krasovskiy fue despedido de la RT y criticado incluso en la Duma. Al periodista le acusaron de traición y de intentar sabotear la imagen del ejército ruso. A pesar de esto, dentro de varias semanas se supo que la RT le renovó el contrato al controvertido presentador.

En un año de la guerra la propaganda pasó de llamar a los ucranianos sus hermanos oprimidos a describirlos como una nación dominada mayoritariamente por el nazismo y el satanismo, ideas que las heroicas tropas rusas debían exterminar de la faz de la tierra.

Iván Ortega Egórov

Estudiante de Economía y Estudios Internacionales de la Universidad Carlos III de Madrid

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