Ramzán Kadírov, líder checheno: con Putin hasta el final

Vladimir Putin y el líder checheno, Ramzán Kadírov. | Kremlin, Wikimedia
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Madrid. La pequeña provincia caucásica de Chechenia siempre fue la región más tumultuosa del gigante euroasiático que es Rusia. Las dos guerras entre el Gobierno federal y el movimiento independentista local (1994-1996 y 1999-2009) quedaron enmarcadas para siempre en la memoria popular junto con la precaria situación económica y política de los «turbulentos años noventa». Ahora, en 2022, la región parece tranquila. Sin embargo, los soldados chechenos surgen una vez más en los telediarios. Esta vez, liderados por su presidente, Ramzán Ajmátovich Kadírov, se ven involucrados en un conflicto bastante ajeno a su previa causa de emancipación. Kadírov se convirtió en el más fanático secuaz del Kremlin en la llamada “operación especial” (la invasión rusa de Ucrania), en un prosélito del proyecto del «Mundo ruso» ideado por Vladimir Putin.

Chechenia: un pasado tumultuoso

En los años 80, con la llegada de Gorbachov al poder en Moscú, la Unión Soviética comenzó el lento proceso de desintegración. Viejas heridas y resentimientos salieron a la luz, mientras el puño de hierro de Moscú se estaba aflojando. Así se llenó el espacio postsoviético de conflictos, que renacieron mientras Gorbachov se concentraba en lidiar con el aislamiento mundial. Uno de esos conflictos fue Chechenia, que bajo el liderazgo del general Dzhojar Dudáyev declaró su independencia en 1991.

En los años venideros, la de facto nación caucásica se sumió en la discordia y la lucha interna. Aunque Dudáyev intentase controlar las diversas fuerzas étnicas y religiosas, la situación estaba yéndose de las manos a los políticos en Grozni. El conflicto que tuvo el presidente con el parlamento checheno en 1994 decidió usarlo Boris Yeltsin, entonces presidente ruso, para devolver la rebelde provincia al seno de la nueva Rusia. La guerra resultó un fracaso, culminando en el asalto de Grozni en víspera del Año Nuevo (1994-1995). No solo fue un fuerte golpe político para el entonces inquilino del Kremlin justo antes de las elecciones del 96, sino un verdadero trauma para todo el pueblo. Aun habiendo ganado la guerra, la república chechena victoriosa pronto se sumió en un conflicto intestino tras el asesinato de Dudáyev. En varios años se convertiría en un paraíso terrorista, una nueva causa para la yihad internacional.

Así Chechenia se sumó a la lista de humillaciones rusas junto con la guerra en Afganistán (1979-1989). La derrota mostró la anarquía que reinaba en el alto mando en Moscú y la incapacidad del gobierno de lidiar con problemas internos. La delincuencia, la pobreza, la inestabilidad, las gigantescas desigualdades y la guerra marcaron los años 90 en la memoria de los rusos. Disfrutaron la libertad política durante varios años, pero se vieron obligados a sacrificar su bienestar. De allí precisamente salieron las demandas de la población de un líder fuerte, un líder que pondrá fin al caos nacional, un líder que extinguirá la amenaza terrorista de su guarida caucásica.

Vladimir Putin fue ese líder. Un exagente de la KGB nacido en Leningrado en los años 50, un hombre del pueblo, un hombre que no pretendía negociar con extremistas. Esa era precisamente la persona perfecta que esperaban los rusos en ese momento. De allí salió su popularidad. Su falta de consideración por los derechos humanos se tornó en un problema segundario, cuando la gente vio cómo mejoraba su nivel de vida y veía los éxitos en Chechenia.

La Segunda Guerra de Chechenia, que comenzó en 1999, cuando Vladimir Putin era aún primer ministro, era esencial para su estrategia política. «Perseguiremos a los terroristas por todas partes. Sea en un aeropuerto o un baño, los exterminaremos de todas formas». Eso era lo que los rusos querían oír, cansados de las medias tintas de la administración de Yeltsin. La victoria sobre los militantes chechenos, que amenazaban con esparcir la yihad por todo el Cáucaso, era el centro de la legitimidad del nuevo presidente.

Cuando la victoria estaba cerca, el Kremlin no se arriesgó a destruir la autonomía chechena por completo, como sí había hecho poco a poco con Tartaristán y Baskortostán años atrás. La provincia caucásica era diferente y mucho más inestable. En vez de eso, decidió pactar con Ajmát Kadírov, antiguo independentista y muftí de la república de Ichkeria (así se llamaba la Chechenia independiente), que decidió pasarse al bando del Ejército federal tras ser condenado al ostracismo por el entonces presidente Mosjádov. A cambio de su cooperación con Moscú, recibió el apoyo de este último para convertir la región en su feudo familiar con un poder casi incondicional. Cuando fue asesinado en 2004 en el estadio del Dinamo de Grozni por los guerrilleros islamistas, su cargo lo ocupó su hijo Ramzán cuando cumplió los 30 en 2007 (la edad requerida para presentarse como candidato). Las riendas del poder siguen en sus manos hoy en día.

El príncipe del Cáucaso

Durante los últimos 15 años el joven líder checheno se ha convertido en uno de los personajes más excéntricos que ha visto la élite rusa en décadas, comparable tan solo con el líder del Partido Liberal, Vladímir Zhirinovsky. A diferencia de otros altos cargos del Kremlin, a él se le permitía hacer declaraciones sobre cualquier tema, involucrarse en escándalos independientemente de si tenían que ver algo con él o no e, incluso, dirigir operaciones policiales fuera de su territorio. Si Putin era el «nuevo zar» de Rusia, Kadírov era su pequeño príncipe, con plena libertad para divertirse. Podía amañar las elecciones con resultados exagerados (en 2021 obtuvo un 99,7 % de los votos), tenía incluso su pequeño ejército (mejor conocidos como Kadírovtsy), que era leal solo al líder checheno. La república caucásica se convirtió en el señorío del ‘clan Kadírov’, donde este podía seguir la política que le plazca.

Sin embargo, la influencia de Ramzán Ajmátovich no se restringía a tan solo las fronteras de su pequeña provincia. Las fuerzas especiales chechenas tenían un permiso no oficial de perseguir a los enemigos del régimen de Grozni estén donde estén en Rusia sin tener que informar a las autoridades locales. El caso más reciente fue el de la familia del exjuez checheno Saidi Yangulbáyev. Un grupo de policías chechenos irrumpieron en su apartamento en Nizhniy Nóvgorod (ciudad en el centro de Rusia) y secuestraron a su mujer (que padecía de diabetes), a la que después culparon de atacar al policía mientras este la arrestaba. Muchos periodistas y políticos opositores vieron en esto una venganza del jefe del Gobierno checheno de dos de sus compatriotas: unos hermanos blogueros opositores, que emigraron a Turquía huyendo de la represalia del Estado. Según ellos, esto demostraba que Kadírov es peligroso y que Moscú perdió el control sobre su partidario más fanático. El portavoz del Kremlin Dmitri Peskov evitó responder a la pregunta al respecto directamente, alegando que algo así «parece imposible en Rusia».

Además, son famosos los casos de las «disculpas ante Kadírov». Blogueros, periodistas o incluso simples estudiantes se vieron obligados a disculparse del líder checheno tras haberlo insultado o criticado en sus redes sociales. En varias ocasiones Kadírov o alguno de sus partidarios amenazó con «exterminar» a aquellos que se atreviesen a faltarle el respeto. Algunos periodistas que investigaron al jefe del gobierno checheno se vieron obligado a emigrar después de recibir múltiples amenazas, como hizo Elena Milashina, del periódico Novaya Gazeta.

Aunque parezca que Ramzán Ajmátovich tenga la libertad de hacer lo que le dé la gana, la relación entre Moscú y Grozni sigue siendo interdependiente. Putin necesita a Kadírov por varios motivos. Primero, el hijo del famoso muftí consiguió mantener la estabilidad en la región, evitando incursiones de islamistas y debilitando las organizaciones terroristas, como el Emirato del Cáucaso o el Estado Islámico. Ramzán Ajmátovich representa el islam oficial, un culto bastante conservador, siendo, aun así, absolutamente leal al régimen. Una táctica muy común usada tanto por los zares como por los bolcheviques para enmascarar su dominio tras una fachada de autonomía aparente, además de dejar a cualquier oposición sin «armamento religioso» para combatir al régimen. Segundo, este excéntrico personaje es esencial para la propaganda interna también. Kadírov es un alma libre, un lobo estepario, que solo el jefe del Kremlin con su «genio geopolítico» puede domar. Esto refuerza el argumento «si no Putin, ¿quién?», ya que solo Vladimir Vladímirovich es capaz de controlarlo. Cualquier golpe palaciego se encontraría con un Kadírov sin grilletes y listo para actuar, un Kadírov que podría dictar sus condiciones y demandar concesiones para mantener el statu quo. En una Rusia sin Putin, es bien probable que Chechenia vuelva a ser una vez más una amenaza para la integridad del país.

Aparte de su rol convencional de contrapeso en la élite rusa, desde que comenzó la guerra adquirió además un papel propagandístico. Él y sus temidos soldados marchaban hacia Kiev, tomaban ciudad tras ciudad, filmándolo todo en Tik-Tok u otras redes sociales. Su canal de Telegram más que duplicó la cantidad de suscritores, alcanzando hace poco la marca de 2,5 millones. Los kadírovtsy, aunque contribuyendo bastante poco a la propia operación militar, se convirtieron en la voz del Ejército ruso, en propagandistas de guerra que transmiten el avance victorioso en Ucrania. En gran parte gracias a ellos la guerra se convierte en un simple juego de mesa para los espectadores rusos. El conflicto parece algo sencillo y lejano, algo que pronto acabará gracias al esfuerzo de los chechenos.

Aun así, el líder checheno no puede prescindir de Putin tampoco. La economía de la provincia montañosa fue severamente dañada por las dos guerras y sigue sin haberse recuperado por completo. El desempleo es alto, mientras que las pensiones y los sueldos están en el top 10 más bajos de Rusia. Por eso la región recibe amplias transferencias y ayudas estatales, que según muchos son las que sustentan la región. Sin embargo, el proceso de estas transferencias a las repúblicas caucásicas suele ser bastante opaco, lo que permite a los funcionarios locales (incluyendo a Kadírov) aprovecharse del dinero federal. Varias fuentes opositoras hallaron múltiples propiedades, pertenecientes a familiares del líder, que no podían haberse permitido con sus respectivos sueldos. Palacios, coches y apartamentos lujosos, todo eso es ignorado en Moscú. Sintiéndose respaldado por Moscú, Kadírov ni lo esconde en realidad. Cuando una periodista le preguntó al respecto, respondió que todo el dinero le «fue otorgado por Alá». Cuando ella le comentó que siempre daba la misma excusa, él respondió: «¿Tienes acaso alguna prueba de que no sea Alá?». Sin Putin, Kadírov se quedaría sin dinero para seguir con su lujosa vida.

¿Por qué Kadírov?

La invasión rusa comenzó el 24 de febrero. Kadírov lanzó su campaña propagandística pocos días después. Considerando todo lo dicho, ¿por qué Kadírov toma una participación tan activa en los acontecimientos? ¿Por qué él y no cualquier otro funcionario de alto cargo? Estas preguntas preocupan a muchos analistas. La primera pregunta tiene varias respuestas. Para empezar, Kadírov puede intentar aumentar su legitimidad tanto en Rusia como en su propia región. Un comandante heroico, que lidera sus tropas a la victoria, podría subir su popularidad local, que se vio dañada por las constantes violaciones de los derechos humanos. Sin embargo, esto significa que no tiene vuelta atrás. Es uno de los pocos altos cargos rusos que se ha comprometido verdaderamente a la causa bélica en su totalidad (siendo los demás el ministro de Exteriores Lavrov, el ministro de Defensa Shoigú, el portavoz del gobierno Peskov y varios otros). Si Putin cae un día, caerá él también. Es probable, que Kadírov lo entienda. Esta decisión puede ser tan solo un desesperado intento de salvar su situación.

Aun así, el trono de Ramzán Ajmátovich en Grozni parece estable. El pueblo lo apoya, aunque fuese a menudo por miedo. Además, Kadírov’ adora a Putin, dedicándole la avenida principal de la capital chechena y llamándose a sí mismo «soldado de Putin». Como supuestamente dijo el entonces presidente norteamericano, Franklin Roosevelt, sobre el presidente nicaragüeño Anastasio Somoza: «Es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta». A diferencia de otros miembros de la élite rusa, Kadírov no parece ver futuro alguno sin el actual inquilino del Kremlin. No se ve afectado por las sanciones (mientras muchos otros pierden su dinero, que queda congelado en cuentas extranjeras) y no tiene motivos para oponerse al statu quo. Ramzán Kadírov y Vladimir Putin tienen un pacto de sangre, que ninguno de ellos puede romper. Si el buque del Kremlin se va a pique, los dos ya están destinados a hundirse juntos.

Iván Ortega Egórov

Estudiante de Economía y Estudios Internacionales de la Universidad Carlos III de Madrid

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