Juegos de guerra en el Ártico (I): Minerales estratégicos, nuevas rutas comerciales y militarización

Madrid. Desde hace algún tiempo, el Ártico ha pasado a centrar el foco geopolítico y económico de las grandes potencias mundiales -con permiso de la guerra arancelaria- en medio de las oportunidades de explotación de recursos minerales clave y otras de carácter estratégico que están surgiendo a medida que se derrite su hasta ahora perpetua capa de hielo. Como resultado, la zona, tradicionalmente remota e inaccesible, se está militarizando.
Contaba hace poco Pedro García Cuartango, en un artículo titulado «Chernobil bajo el océano», que decenas de reactores y miles de contenedores nucleares yacen en el fondo submarino del Ártico, a una profundidad de entre 100 y 300 metros, como pecios olvidados que ningún cazatesoros quiere recuperar en las glaciales aguas del mar de Kara, al norte de Siberia. Es la herencia de la antigua flota del Norte soviética, que desde 1965 comenzó a apilarse en el lecho marino por orden de las autoridades moscovitas, creando su particular Punto Nemo que alberga un cementerio de residuos tóxicos. En suma, un lugar escasamente atractivo en el que hoy en día nadie practicaría buceo.
Sin embargo, el Ártico ha suscitado interés desde antiguo. Hace más de 2000 años, según relatan algunos estudiosos, fue el marino griego Piteas quien protagonizó las primeras intentonas de explorar el círculo polar ártico en el 325 a. C., en la época de Alejandro Magno, aunque el geógrafo Estrabón consideró esta narración pura fantasía.
Pero, más allá del afán infatigable del hombre de abrirse paso en los mares y descubrir tierra ignota a lo largo de los siglos, ¿por qué es tan relevante esta enorme masa congelada para las grandes potencias en la actualidad? El progresivo deshielo de esta región por el cambio climático -muy evidente cada año desde finales de junio a mediados de noviembre- tiene importantes derivadas para la seguridad y el comercio global. El Ártico se ha calentado casi cuatro veces más rápido que el resto del planeta en las últimas décadas, según los investigadores. Eso ha permitido aumentar el número de viajes en latitudes altas realizados por barcos en esta zona. Se estima que la Ruta del Mar del Norte (NSR, por sus siglas en inglés, y también conocida como Paso del Noreste) reduce el tiempo de transporte entre Europa y Asia hasta en un 40 %. Esto significa una travesía de 33 o 35 días frente a los 45 que se tardan por el canal de Suez -ruta en la que, además, los mercantes han sufrido ataques de los hutíes de Yemen– o los 55 que supone circunnavegar el cabo de Buena Esperanza, al sur del continente africano, con lo que ello implica también en costes de combustible. Algunos científicos predicen que el Ártico podría tener un verano sin hielo ya en la década de 2030, lo que hace que las grandes potencias comerciales estén empezando a salivar.
Además de esta ruta, el deshielo en el Ártico ha posibilitado otras dos más: la que pasa por el norte de Canadá y la transpolar, que discurre por el Polo Norte y que previsiblemente no estará disponible hasta 2030 durante periodos limitados de tiempo. Esta vía permitirá evitar los estrechos y las aguas relativamente poco profundas de las otras dos rutas.
China y Rusia llevan muchos años con el radar puesto en esta región, rica en materias primas como cobre, litio, cobalto y tierras raras, todos ellos minerales críticos para sus economías y seguridad nacional en su búsqueda constante por la denominada autonomía estratégica.
En concreto, el desarrollo de los recursos del Ártico es clave para el Kremlin, ya que estos territorios suponen la décima parte de su Producto Interior Bruto y el 20 % de sus exportaciones. Rusia es el único país que tiene buques civiles de propulsión nuclear, 12 rompehielos de un total de 40 en su base de Mursmank, situada en el extremo noroeste del país, en la costa norte de la península de Kola, frente al mar de Barents. Estos son la capacidad clave para el control de la navegación por la Ruta del Mar del Norte. A la sazón, Rusia es geográfica, histórica y económicamente la potencia dominante del Ártico.
A medida que la economía rusa se empezó a recuperar a principios de este siglo del colapso de la extinta Unión Soviética bajo el gobierno de Vladimir Putin, empezó a cobrar forma la ambición de gozar de supremacía en el Ártico con la reapertura de múltiples bases militares de la era soviética. En la actualidad, la zona donde Rusia ejerce soberanía, incluyendo la EEZ (Zona Económica Exclusiva), representa el 45 % de las aguas del Ártico, la mitad de la costa ártica y la mitad de la población de la región. Sin embargo, desarrollar la infraestructura civil y militar y explotar recursos del fondo marino del Ártico le exige a Rusia un gran esfuerzo presupuestario. Se trata de una empresa que no puede acometer en solitario.
China, que tiene un PIB diez veces superior al de Rusia, ha visto también el gran potencial de esta región para su economía. De ahí que en la última década haya estrechado su colaboración con Rusia, que exporta carbón y petróleo al gigante asiático a través de esa ruta. Producto de esa sintonía, ambas naciones han llevado a cabo maniobras militares conjuntas en la zona. En octubre del año pasado, la guardia costera china navegó junto a la Armada rusa en aguas internacionales del estrecho de Bering y tres meses antes fuerzas estadounidenses y canadienses habían ya detectado ejercicios de bombarderos rusos y chinos cerca de Alaska.
El hecho de que Suecia y Finlandia hayan entrado en la órbita de la OTAN ha sido visto por Moscú como una amenaza y no ha dudado en hacer demostraciones de su poderío en la región junto con su aliado chino, con quien en 2021 renovó su Tratado de Buena Vecindad y Cooperación Amistosa, de 20 años de antigüedad, que en Rusia calificaron de «acto de amistad contra América«.
Eso preocupa a Estados Unidos, consciente de que su principal rival en el tablero geopolítico, China, se ha colado en su «patio trasero septentrional», tal y como apuntaba recientemente un informe del banco danés Danske Bank. Bajo ese enfoque debe entenderse la ambición cada vez más vocal que el presidente estadounidense, Donald Trump, viene mostrando desde 2019 por anexionarse «de una forma u otra» Groenlandia, que, además de ser un enclave estratégico «vital» para la seguridad de Estados Unidos, se estima que atesora una cuarta parte de los depósitos de tierras raras del mundo, esenciales para la fabricación de coches eléctricos y turbinas eólicas.
No es la primera vez que un gobernante de Estados Unidos expresa su voluntad de apropiarse de Groenlandia, ya que después de la Segunda Guerra Mundial, en la que el Ejército estadounidense tomó el control de la isla para evitar que fuese conquistada por la Alemania nazi, que acababa de ocupar Dinamarca, Washington ofreció cien millones de dólares por este territorio, propuesta que fue rechazada. En enero, el país escandinavo anunció planes para incrementar su presencia militar en el Ártico y la región del Atlántico Norte, en total una inversión de más de 2.000 millones de dólares en seguridad, en medio de las pertinaces demandas de Trump de hacerse con Groenlandia.
También en ese marco se encuadran las bravatas del mandatario estadounidense contra su vecino Canadá para que se convierta en el estado número 51, ya que de esa manera tendría un control más directo de lo que se cuece en el Ártico.
En ese contexto, Canadá ha actualizado su estrategia de defensa. Su primer ministro, Mark Carney, exgobernador del Banco de Inglaterra y del Banco de Canadá, anunció en marzo un acuerdo por valor de 6.000 millones de dólares canadienses con Australia para desarrollar un sistema de radares en el Ártico, señal de que el país debe asumir una mayor responsabilidad para su defensa ante el giro en las prioridades de Estados Unidos. «El mundo está cambiando», aseveró Carney.
En definitiva, se habla de que la vasta superficie de hielo de la región ártica se convertirá en el posible teatro del siguiente conflicto del planeta. Según el Pentágono, «esta región, cada vez más accesible, se está convirtiendo en un escenario de competición estratégica, y Estados Unidos debe estar preparado para afrontar el reto junto con sus aliados y socios».
Desde que en febrero de 2022 Rusia inició la invasión de Ucrania, los miembros del Consejo Ártico -un foro en el que participan los países que rodean el Polo Norte (Canadá, Dinamarca, Finlandia, Islandia, Noruega, Rusia, Suecia y Estados Unidos, y seis organizaciones de pueblos indígenas de la región) que fue creado en 1996 para promover el desarrollo sostenible y la protección del medioambiente- suspendieron la cooperación con Putin y la inversión occidental en el Ártico ruso se congeló, así como la colaboración científica.
«Además de las medidas políticas y económicas para contener a Rusia en el Ártico, los Estados hostiles están aumentando su presencia militar en la región», denunció el almirante Aleksandr Moiseev, que asumió el mando de la Armada rusa en marzo de 2024. En su opinión, una de las razones de la escalada de las tensiones ha sido la paralización de la actividad del Consejo Ártico y la imposición de sanciones a instituciones financieras, empresas y particulares de Rusia a raíz de la guerra de Ucrania.
El Cuerpo de Marines estadounidense mantiene desde hace tiempo equipos de combate radicados en Noruega, mientras que Washington opera la Base Aérea de Thule, en el noroeste Groenlandia, una ubicación estratégica para su sistema de alerta temprana de misiles balísticos que se desarrolló en 1961, en plena Guerra Fría, con el fin de prevenir un posible ataque desde la Rusia continental o misiles lanzados desde submarinos en los océanos Ártico y Atlántico norte con destino al territorio estadounidense. Pese a ello, históricamente, el Ártico había recibido una atención limitada por parte de EEUU en lo que se refiere a su defensa nacional, ya que todas las naciones de esta región habían sido aliados, con la excepción de Rusia.
En la actualidad, hay una carrera militar por el control del Ártico en la que se aprecia un interés sino-ruso manifiesto por liderarla y de Estados Unidos por no quedarse más rezagado aún, lo que le ha llevado a recalcular el valor geoestratégico de Groenlandia.
Según informó ‘The New York Times’, Trump está rodeado de inversores acaudalados que han puesto en el punto de mira en este territorio por su lucrativo potencial para la explotación de metales y minerales, un círculo que incluye al magnate tecnológico Marc Andreessen, el director ejecutivo de la empresa de Inteligencia Artificial OpenAI, Sam Altman, y el fundador de Amazon, Jeff Bezos. Los tres empresarios, como particulares o a través de sus compañías, han realizado donaciones a los esfuerzos para la reelección de Trump o a su comité de investidura, de acuerdo con este periódico. A través de sus empresas de capital riesgo, los tres son también inversores en KoBold Metals, una empresa privada con sede en Berkeley, California, que ha explorado en busca de minerales y metales en la isla ártica, donde los glaciares, las gélidas temperaturas y la escasez de carreteras y otras infraestructuras hacen que sea un terreno difícil para la inversión.
Y es que nadie da puntada sin hilo. El Banco Mundial prevé que la demanda para producir minerales, muchos de los cuales se encuentran en el Ártico, podría aumentar en caso un 500 % para 2050 para cubrir las necesidades de las tecnologías de las energías limpias. Así pues, con el fin de apuntalar su posicionamiento en la región, Estados Unidos ya trabaja en la construcción de una flota de 40 buques rompehielos después de 50 años sin fabricarlos.