Guerra comercial (II): China, en el foco de Trump

Donald Trump y Xi Jinping, en 2019. | Shealah Craighead, Casa Blanca - Flickr
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Madrid. La guerra comercial ha comenzado. El pasado 3 de febrero entraron en vigor gravámenes del 10 % impuestos por el Gobierno estadounidense sobre el gigante asiático. Donald Trump es consciente de que está ante otro gallo de pelea, pues China ya ha reaccionado a su ofensiva comercial con aranceles de hasta el 15 % a las importaciones de carbón y gas natural licuado procedentes de Estados Unidos, disparando al corazón de su política energética, centrada en la exportación de hidrocarburos.

También gravará con tasas del 10 % productos de petróleo crudo, maquinaria agrícola y algunos vehículos de gran cilindrada. Y, muy importante, restringirá la exportación de tierras raras -metales como el wolframio, el bismuto, el molibdeno o el telurio, vitales para el desarrollo de sectores relacionados con la Inteligencia Artificial (IA) y la tecnología, un asunto trascendental para Trump-. Estamos hablando de chips o baterías, elementos insustituibles para la fabricación de muchos productos. Por si fuera poco, Pekín ha prometido investigar a Google por presuntas prácticas antimonopolio, dejando la puerta abierta al escrutinio de otras grandes tecnológicas americanas como Nvidia e Intel.

La disputa entre las dos superpotencias viene de lejos, desde principios de siglo, cuando el rápido crecimiento económico de China empezó a desafiar el dominio estadounidense. Si bien Trump mantuvo una línea dura con el gigante asiático en su anterior mandato con sobrecostes por valor de 370.000 millones de dólares al año a productos chinos, la Administración de Joe Biden no solo no retiró dichos aranceles, sino que amplió su alcance e introdujo controles a las exportaciones y subvenciones. La última de estas medidas impidió el acceso a 140 entidades chinas a la tecnología estadounidense para dificultar el desarrollo su industria de chips. Esto provocó represalias por parte de China, que prohibió las exportaciones a Estados Unidos de materias primas clave, con el punto de mira en sectores estratégicos de su economía.

En 2025, ambas potencias se enfrentan a un momento clave en el equilibrio de poderes mundial, que podría redefinir los sistemas económicos. Una muestra de ello es la amenaza de Trump a los países BRICS de aranceles del 100 % si se plantean dejar de utilizar el dólar en favor de otras divisas, como el yuan. La tensión es elevada.

Sin embargo, la guerra comercial ahora se librará en un contexto diferente, en el cual la economía china no depende de EEUU como en 2020, ya que ha potenciado sus acuerdos comerciales en África, Sudamérica y el Sudeste Asiático, hasta convertirse en el principal socio comercial de más de 120 países. Esto en parte es resultado de la Iniciativa de la Franja y la Ruta, una estrategia para financiar el desarrollo de infraestructuras en dichas geografías con menos condiciones que las exigidas por los créditos y las ayudas occidentales.

Pekín ya ha avanzado que presentará «una queja» a la Organización Mundial de Comercio (OMC), ya que opina que el arancel del 10 % a sus productos es una medida que viola las normas de dicha organización internacional. Un comunicado emitido por el Ministerio de Finanzas chino subrayó que estas acciones socavan la cooperación económica y comercial entra ambos países.

No obstante, Trump busca negociar con las autoridades chinas por la vía diplomática, siguiendo el patrón del palo y la zanahoria que ha utilizado con Canadá o México. Pero quizá el escenario aquí es distinto por la magnitud del adversario y no se descarta que la tensión vaya en aumento en las próximas semanas.

China es un nodo crucial en las cadenas de suministro globales y será difícil y costoso sacar al país de un proceso de producción. Sin China, algunos productos directamente no pueden fabricarse o, al menos, en las cantidades deseadas, ya que en muchos casos estamos hablando del único o el principal proveedor de insumos críticos, como por ejemplo las tierras raras.

Las tensiones comerciales han generado incertidumbre en los mercados y han forzado a muchas empresas extranjeras a reconsiderar sus estrategias de producción. En consecuencia, algunas de ellas han trasladado sus fábricas fuera de China a países vecinos como Vietnam o Tailandia con el objetivo de reducir sus costes y sortear los aranceles. Con este panorama, China podría buscar maneras de diversificar sus mercados hacia otras economías emergentes y regionales, como la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN), para mitigar parcialmente los efectos negativos.

Pese a los estímulos del Gobierno chino en forma de medidas fiscales y monetarias, la guerra comercial de años anteriores ha contribuido a una desaceleración del crecimiento de la segunda mayor economía del planeta, minando la confianza empresarial y la inversión extranjera en el país, lo que ha ralentizado el dinamismo de sectores clave como el automotriz y la industria electrónica.

El anuncio de Trump de la imposición de aranceles llega tras conocerse que la actividad manufacturera china se contrajo en enero inesperadamente. El sector manufacturero, que es uno de los pilares económicos del país, está entre los más vulnerables a los efectos de la guerra comercial. La fabricación de productos electrónicos y componentes industriales es una de las áreas más expuestas ante la posibilidad de interrupciones en las cadenas de suministro. Por su parte, el crecimiento del sector no manufacturero también se frenó significativamente, en medio de la incertidumbre por la política comercial estadounidense.

De acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI), una guerra comercial prolongada podría reducir el crecimiento del PIB chino en hasta 1.2 puntos porcentuales en los próximos años. El Banco Mundial ha sugerido que el impacto de una guerra comercial podría extenderse a la población más vulnerable de China, ya que recaería en los trabajadores de bajos salarios de la cadena de suministro exportadora, aumentando así la desigualdad económica.

Sin embargo, Estados Unidos no escapará a las consecuencias negativas de su guerra comercial, según los expertos. Aunque Trump insiste en que con estas medidas pretende proteger a la industria de su país y reducir el déficit con China, una prolongación de estas disputas terminará lastrando a la economía mundial y, por tanto, a los dos principales contendientes. De ahí que ‘The Wall Street Journal’ haya dedicado un editorial al asunto titulado «La guerra comercial más estúpida de la historia», básicamente porque terminará también perjudicando a los propios ciudadanos americanos al encarecer los productos y mermar así su poder adquisitivo, según han denunciado diversas asociaciones empresariales del país. Dentro incluso del partido republicano hay sectores contrarios a esta escalada arancelaria y critican el nacionalismo económico desmedido que ha abrazado Trump.

Sin embargo, en esta ocasión, los efectos de una guerra comercial pueden ser diferentes a los de la primera que se desencadenó durante su primera presidencia. La economía mundial ahora es más susceptible a la inflación que entonces, con lo que el establecimiento de restricciones comerciales podría suponer un riesgo mayor, según el FMI. Además, hoy preocupan factores como la debilidad de las cadenas de suministro, las tensiones geopolíticas, el envejecimiento de la población mundial y los altos niveles de deuda pública, lo que, en conjunto, propician una aceleración de la inflación. En este sentido, resulta significativo como el presidente de la Reserva Federal, Jerome Powell, ya ha advertido que no tendrá prisa por seguir bajando los tipos de interés -no sea que tenga que revertir la política monetaria al verse obligado a controlar la inflación derivada de los aranceles-. En suma, en un mundo interconectado, las tensiones comerciales entre las grandes economías globales tienen efectos profundos en regiones enteras, sin excepciones.

Estados Unidos y China son conscientes de los riesgos de una guerra comercial abierta y duradera, y ya en el pasado han mostrado su disposición a negociar y alcanzar acuerdos parciales, a pesar de que hay escollos difíciles de superar en áreas como la propiedad intelectual, las políticas de subsidios del Gobierno chino o el acceso a los mercados.

Algunos analistas circunscriben las denuncias de unos y otros a una táctica de negociación para maximizar sus beneficios y presionar a la otra parte para que haga concesiones. Es una estrategia de riesgo calculado, en momentos con las espadas en todo lo alto, seguidos de otros de distensión. Y es que una guerra comercial total parece poco probable por los estragos que causarían en sus economías y en la estabilidad mundial.

Por ello, es razonable pensar que la Administración estadounidense está buscando fortalecer su posición respecto a China, enviando señales de que puede ser flexible como con México y Canadá para después centrarse en un enfrentamiento directo con su rival de verdad, pero sin llegar a un escenario apocalíptico, sino más bien alimentando de manera intermitente un calentamiento de la disputa, con aranceles, sanciones y medidas proteccionistas.

Al final del día, ambos países tienen grandes incentivos para evitar una escalada destructiva y aquí podemos ver un ejemplo de ello: las represalias de Pekín han obviado en su lista de productos penalizados los chips de alta gama y los equipos para poder fabricar procesadores con los que competir en el desarrollo de la IA, al igual que los productos farmacéuticos y aeroespaciales, básicamente porque sabe que en este ámbito depende de EEUU. Por contra, China ejerce el control a escala mundial de los minerales raros, que son indispensables para fabricar esos chips. Los dos colosos son conscientes de sus puntos fuertes y sus vulnerabilidades.

Santiago Castillo

Periodista, escritor, director de AsiaNortheast.com y experto en la zona

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