Guerra comercial (I): La estrategia del palo y la zanahoria de Trump

Madrid. El presidente estadounidense, Donald Trump, está jugando su partida. Tras las soflamas que viene publicando en los últimos meses en su red social Truth contra sus socios comerciales -«nos tratan mal», asegura-, ha llegado la hora de la verdad. O no, porque parece jugar al despiste o, más bien, está tirando de tacticismo para alcanzar sus objetivos.
Durante los primeros días de su segundo mandato, Trump advirtió de que impondrá tasas a productos extranjeros por valor de dos billones de dólares, es decir, aproximadamente dos terceras partes de lo que Estados Unidos adquiere fuera de sus fronteras.
El 1 de febrero anunció aranceles del 25 % para las importaciones a EEUU de Canadá y México, con la excusa de la defensa de la seguridad nacional, pero días más tarde quedaron en suspenso durante un mes después de realizar dos llamadas de teléfono. Trump negoció con el primer ministro canadiense, Justin Trudeau, y con la presidenta mexicana, Claudia Sheinbaum, el despliegue de 10.000 agentes canadienses y otros 10.000 miembros de la Guardia Nacional mexicana en sus fronteras con EEUU para impedir el tráfico de fentanilo y la inmigración ilegal.
Esto no quiere decir que en el futuro no habrá guerra comercial, pero la baza de Trump es ganar tiempo para obtener concesiones importantes de ambos países. Y mientras piensa en qué más países o bloques económicos será blanco de su chantaje, con el sobreprecio a sus productos como arma disuasoria. Europa será la siguiente en recibir un órdago, que estará acompañado de golpes de efecto mediático, su fijación obsesiva. Lo tiene todo muy estudiado.
Hasta ahora esa estrategia no le ha ido mal. El precedente más cercano lo vivimos a finales de enero, unos días después de que el nuevo presidente americano tomara posesión de su cargo. Colombia se había negado a permitir el aterrizaje de dos vuelos estadounidenses que transportaban a migrantes deportados en aviones militares, pero Trump logró arrancar un acuerdo exprés con la siguiente amenaza: además del establecimiento de aranceles del 25 % al país latinoamericano, advirtió de que EEUU prohibiría viajes y revocaría de forma inmediata los visas a los funcionarios del Gobierno colombiano. Su presidente, Gustavo Petro, no tardó en claudicar y aceptó la llegada de los deportados. De paso, Trump mandaba un mensaje claro tanto a aliados como a adversarios: todo aquel que no coopere con Washington, tendrá problemas.
Es la puesta en escena de su política de «America first», un paraguas con el que Trump quiere dar un vuelco al orden internacional establecido en aras de beneficiarse de un contexto más ventajoso para Estados Unidos.
Eso le da licencia para disparar a todo. Dentro de esa doctrina imperialista, no ha dudado en instar a los canadienses a que se conviertan en el estado 51 de la Unión. También ha presionado a Panamá para que le conceda una mayor influencia en el Canal en detrimento de China, el segundo mayor usuario de esta ruta marítima interoceánica justo por detrás de Estados Unidos.
Precisamente, CK Hutchison, propiedad de Li Ka-shing -el hombre más rico de Hong Kong-, controla desde 2015 la empresa Panama Ports Company (PPC), que opera el puerto pacífico de Balboa, el segundo con más tránsito de contenedores del país, y el atlántico de Cristóbal, el quinto con más tráfico. Sin embargo, según ha informado la agencia Bloomberg, el gobierno panameño está valorando cancelar el contrato con la empresa china para calmar a Trump, que, por otro lado, lo que busca es que se rebajen las tarifas a las navieras estadounidenses.
Además, todavía hay resentimiento en la Casa Blanca después de que en 2017 Panamá cortara lazos diplomáticos con Taiwán, la isla rebelde que Washington ha prometido proteger en reiteradas ocasiones de una invasión china.
En términos generales, la Administración Trump quiere revertir el creciente peso económico de China en Latinoamérica, un tema que preocupa a Estados Unidos desde hace años, ya que, además, se trata de una región rica en recursos naturales.
Groenlandia es el otro teatro de operaciones de la batalla geopolítica que ha emprendido Trump. Esta es una vieja reivindicación de Estados Unidos. Al igual que Alaska, cuya compra a Rusia se cerró en 1867 por 7,2 millones de dólares en oro, esta isla ubicada en la zona nororiental de América del Norte ya atrajo el interés del gobierno estadounidense a mediados del siglo XIX. En 1941, fue ocupada por el ejército norteamericano para defenderla de una posible invasión de la Alemania nazi y al término de la Segunda Guerra Mundial, en 1946, Estados Unidos ofreció a Dinamarca 100 millones de dólares por el territorio, pero el país escandinavo se negó a venderla.
Ahora Trump ha dicho sin medias tintas que el control de Groenlandia es una necesidad absoluta para la seguridad nacional de su país. Ese es el argumento oficial al que se aferrado, pero no puede pasarse por alto que bajo la capa de hielo de la isla, la mayor del mundo en extensión, existe una importante reserva de recursos naturales: no solo hidrocarburos, sino también tierras raras, fundamentales para el desarrollo tecnológico, las energías renovables y la esfera militar.
Tampoco puede olvidarse que es un enclave geoestratégico clave, ya que se encuentra en la ruta ártica que China aspira a dominar junto a Rusia para reducir costes de transporte y días de desplazamiento. Este no es un tema baladí, ya que está llamado a provocar un giro copernicano en las conexiones comerciales internacionales, en las que el Canal de Suez y el estrecho de Ormuz podrían perder relevancia.
El interrogante ahora es si este enfoque coercitivo surtirá efecto con China, su rival estratégico. En las próximas semanas, en las que habrá diálogo, se sabrá si Trump tendrá que emplearse más a fondo y cómo lo hará. La contienda solo acaba de comenzar.







