El Estado Islámico deja su marca negra en el ataque a ciudadanos chinos en un hotel de Kabul

Madrid. Un hotel en el barrio de Shahr-e Naw de Kabul, la capital afgana, fue atacado el 12 de diciembre por un grupo de terroristas armados que acabó con los tres asaltantes muertos y 18 civiles heridos, dos de los cuales eran ciudadanos extranjeros, según informaron las autoridades talibanes. Al día siguiente, el ataque fue reivindicado por el enemigo acérrimo de los actuales amos de Kabul, el Estado Islámico de Jorasán (o vilayato Jorasán, ISIS-K por sus siglas en inglés), que afirmó que el local era frecuentado por «representantes de la China comunista», el principal objetivo del asalto. Este acto encaja en la larga lista de agresiones contra extranjeros que están teniendo lugar en Afganistán, cometidos para desacreditar a los talibanes ante la comunidad internacional.
En agosto de 2021, los talibanes (o «estudiantes» en pastún) tomaron el poder en Kabul, pocas semanas después de que Washington anunciase la retirada definitiva de Afganistán. Después de ser depuestos por la invasión estadounidense en 2001, los «estudiantes» huyeron a las montañas, desde dónde lideraron la oposición y combatieron con el régimen prooccidental establecido en Kabul durante dos décadas. Tras recuperar las riendas del poder, los nuevos hombres fuertes de Afganistán se encontraban ante la difícil tarea de sacar el empobrecido país del agujero económico en el que se encontraba, combinándolo además con el fundamentalismo islámico, las costumbres pastunes y la ley de la sharía, pilares esenciales de su ideología.
Aunque los talibanes se convirtieron en los gobernantes de facto del país, el conflicto afgano estaba lejos de estar acabado. Solo que ahora los roles se invirtieron: los «estudiantes» estaban en Kabul, mientras sus enemigos se reagrupaban en las montañas. La oposición republicana liderada por Ahmad Massoud, hijo del famoso león de Panjshir, y Amrullah Saleh, exvicepresidente del gobierno de Ashraf Ghani, siguió la guerra contra el grupo fundamentalista. Pero además de los lealistas del antiguo régimen, los talibanes tuvieron que enfrentarse a un peligro aún mayor: el Estado Islámico, también conocido como Dáesh.
El Estado Islámico, al igual que los talibanes, basa su ideología en el fundamentalismo islámico y la santidad de la yihad (guerra santa). Aun así, el movimiento islamista originado en Irak lleva estos conceptos al extremo, defendiendo una yihad internacional, un califato musulmán que domine todo el planeta y lo limpie de infieles, comparable con la revolución mundial de la que soñaban los marxistas. Mientras tanto, los talibanes son una organización nacionalista pastún (algo por lo que son criticados por algunos islamistas), que combina el fanatismo religioso con elementos del código ético de la etnia, el Pashtunwali. Esto lo demuestra la composición étnica de los «estudiantes», que son predominantemente pastunes, con tan solo dos miembros del gobierno tayikos y ninguno uzbeko ni hazara, a diferencia del ISIS-K (la subdivisión regional) que pretende atraer una demografía lo más vasta posible.
Esta organización transnacional durante los últimos dos años hizo todo lo que se encontraba en sus manos para sabotear los intentos de los talibanes de obtener el apoyo internacional, tan importante para romper con el aislamiento de la nación centroasiática. Mientras los occidentales evacuaban sus contingentes del aeropuerto de Kabul a finales de agosto, este fue atacado por miembros del ISIS-K, que explotaron una bomba en medio de una muchedumbre que huía de los talibanes. Después, varios militantes abrieron fuego contra la gente, respondida por los soldados americanos. La masacre se llevó las vidas de más de 180 personas, la mayoría afganas.
En mayo y abril, militantes del Dáesh lanzaron varios misiles contra territorio uzbeko y tayiko respectivamente. Aunque según los informes oficiales nadie resultó herido, el hecho de que un grupo terrorista fuese capaz de realizarlo levantó serias dudas sobre la capacidad de Kabul de salvaguardar las fronteras. Considerando la rotunda posición que tienen tanto Tashkent (que se enfrenta al Movimiento Islámico de Uzbekistán) como Dushanbé (cuyo líder Emomalí Rahmon combatió en la guerra civil contra partidos islámicos) contra los islamistas, este ataque es una verdadera amenaza para su seguridad. El Estado Islámico está expandiendo su actividad, traduciendo su periódico propagandista ‘La Voz de Jorasán’ al uzbeko, tayiko y varias otras lenguas regionales.
En septiembre, el objetivo fue más ambicioso: la Embajada rusa en Kabul, dónde un yihadista suicida detonó un explosivo que mató a seis personas, dos de las cuales eran ciudadanos rusos. Desde agosto de 2021, Moscú buscó dialogar con los talibanes para aprovecharse de la derrota estadounidense. Los nuevos amos de Kabul podían ser los “porteros” que tanto necesitaba Rusia para parar el tráfico de drogas en Asia Central y la exportación del fundamentalismo islámico desde Afganistán. Además, el Dáesh ve al Kremlin como uno de los mayores enemigos del islam, después de los conflictos de Afganistán y Chechenia, importantes hitos del yihadismo mundial. Con este ataque denuncian las relaciones de los talibanes con los enemigos de la fe y demuestran su incapacidad de garantizar la seguridad de los representantes extranjero.
A comienzos de diciembre, la explosión en la Embajada rusa fue seguida por el intento de asesinato del jefe de la delegación pakistaní, mientras éste cruzaba el recinto de la Legación. Un francotirador le disparó desde el edificio de al lado, hiriendo a su guardaespaldas. Islamabad no solo es el creador del movimiento de los «estudiantes», que fueron educados en las madrazas deobandis en las regiones limítrofes durante la invasión soviética de Afganistán, sino que es ahora uno de los principales socios del régimen de Kabul, su puerta al mundo externo y a los productos esenciales. Los cerebros de la operación alcanzaron su objetivo: consiguieron que la comunidad internacional hable del tema y que Pakistán dude una vez más de las promesas de los talibanes de tener la situación bajo control.
La relación entre Islamabad y Kabul empeoró considerablemente desde agosto de 2021. La línea Durand, trazada por los británicos en el siglo XIX, que marca la frontera entre ambos países, fue a menudo motivo de disputa. En las regiones limítrofes de Pakistán habitan más del doble de pastunes que todo Afganistán, haciendo este territorio objeto de aspiraciones nacionalistas de Kabul. Además, los talibanes afganos están aliados con el Tehrik-e-Talibán Pakistán (o simplemente Talibán pakistaní), que pretende establecer la ley de la sharía en todo el territorio del país. Los bombardeos aéreos en verano y los esporádicos combates durante el año mantienen la situación tensa entre los antiguos aliados.
El asalto del hotel tan solo una semana más tarde apunta a otro aliado de los talibanes: China. Pekín, al igual que Moscú, aboga por un Afganistán estable, para evitar que este se convierta en un paraíso para todo tipo de terroristas transnacionales. La provincia china de Xinjiang, poblada mayoritariamente por musulmanes uigures, comparte frontera con Afganistán. Un vecino anárquico sería una oportunidad para los uigures nacionalistas, que podrían abastecerse del tráfico ilícito e incontrolado de armas y esconderse en territorio extranjero en caso de ser perseguidos por las autoridades chinas. Por otro lado, los talibanes necesitan las inversiones chinas que ayudarían a arrancar la economía afgana y aliviar su precaria situación. Este reciente ataque no es un ataque a China, sino un desafío a la reputación mundial del movimiento Talibán.
Pero el ISIS-K no se limita a atacar solamente ciudadanos o infraestructura extranjeros, sino intenta además minar la imagen de los talibanes como defensores del propio pueblo afgano. La crítica al régimen de Kabul se centraba en su etnocentrismo y desviación de los intereses de la umma (comunidad musulmana) para perseguir el beneficio de su propia etnia. Este discurso está diseñado para atraer a jóvenes de las minorías étnicas (tayikos y uzbekos principalmente) a jurar lealtad al estandarte negro del Dáesh. La diseminación de la propaganda yihadista y la constante actividad mediática de los ideólogos de la organización mantiene viva la llama del Estado Islámico y seduce a cada vez más personas en el país, insatisfechas con la precaria situación económica.
El conflicto entre el Dáesh y los talibanes se está calentando. Los yihadistas del vilayato Jorasán se atreven a atacar objetivos cada vez más importantes. La inicial negligencia de Kabul de este nuevo enemigo ya pasó: es probable que los talibanes redoblen sus intentos por acabar con esta insurgencia, que afecta sus posibilidades de escapar el ostracismo mundial. Mientras tanto, los afganos tienen por delante el segundo invierno bajo dominio talibán, que promete ser muy difícil. Con más de la mitad pasando hambre y la gran mayoría de la población bajo el umbral de la pobreza, Afganistán ya no frecuenta tanto los noticiarios, dominados por el conflicto en Ucrania.